lunes, 1 de septiembre de 2025

Contacto, entre Carl Sagan y Robert Zemeckis


Veo pasar a Marty McFly en el coche de Doc, viaja a la velocidad de la luz en el tiempo, impulsado por un combustible que ni es plutonio ni restos orgánicos, tal vez su auto ya funcione con sueños o con algún otro material por descubrir y desechar. Exclama a los cuatro vientos que su destino será algún punto de los albores humanos. No te vayas a estrellar ni aterrices antes del enfriamiento, le advierto. Dudo que me escuche y pienso que adonde va, una vez alcanzado el pasado, a falta de circuitos y de guitarras eléctricas, no sorprenderá a nuestros antepasados con un tema de Chuck Berry. Supongo que allí no observará monolitos negros, prismas de formas geométricas perfectas, ni mensajes extraterrestres que se inicien con números primos, ni primates golpeando la cabeza de rivales con un hueso que, al tiempo que sirve para destruir y someter a otros simios, evoluciona la humanidad hacia el 2001, año que ya nos queda atrás. Sin máquina temporal, a nosotros nos arrastra y vamos en el tiempo; mas este periodo de “una odisea del espacio” no será pasado para el viajero del DeLorean, atrapado momentáneamente en un pretérito que nadie recuerda. Lo que allí descubrirá, me digo, serán grupos dispersos en su tránsito del nomadismo al asentamiento donde asoman los primeros pensantes con capacidad para la abstracción.

El sedentarismo les posibilita un primer momento de ocio, pero Marty, desconocedor de lenguas olvidadas por las muertas y las vivas, ignora que el vaguear provechoso posibilita la reflexión; también ignorará los sonidos de los prehistóricos parientes y qué hacen mirando al cielo. A mayores, lo que McFly quizás también desconozca sea que los menos de aquellos antepasados lejanos están cuestionándose y planteándose interrogantes y dudas que más adelante alguien llamará filosóficas y existenciales. Pero ni Marty, ni Doc, que se encuentra en el futuro, tal vez en el salvaje y viejo oeste, ni siquiera Bubba, que lo sabía todo sobre gambas y que cae en Vietnam, a miles de kilómetros de su hogar, tampoco nosotros, podríamos responder con cierta precisión cuándo el ser humano, el singular es literal, pues calculo que se lo plantearían uno, dos,… , a lo sumo diez o cien individuos —como ha venido sucediendo desde entonces hasta la actualidad—, empezó a preguntarse qué hace aquí, en la vida, en la Tierra, en la mortalidad… puede que también cuestionasen respecto al universo, aunque lo dudo, ya que la inmensidad espacial sería insignificante en el pensamiento humano de aquellos días del neolítico visitados por McFly…

En aquel momento de la prehistoria (y después, de parte de la historia hasta el Renacimiento), la presencia celeste obedecería a la del planeta que ocupamos, el mismo astro al que, sin apenas mostrarle consideración, intentamos modificar a nuestro antojo desde tiempos remotos y plastificar desde el siglo XX. Supongo que el bueno de Gump, Forrest Gump, pensaría que lo hacemos para conservarlo mejor, o para que no se moje los días de lluvia, que en latitudes y longitudes vietnamitas cae de arriba-abajo, de lado, oblicua y de abajo-arriba, o no se ensucie más de lo que nosotros lo llenamos de odio, de abusos, de basura, de contaminación, de embustes —claro que también de lo contrario, si no, apañados íbamos—, porque hemos asumido que podemos hacer de él y con él lo que nos venga en gana. Siendo así, mejor corre, Forrest, corre sin rumbo y sin saber porqué, hasta que te descubras fuera de tiempo y comprendas que eres náufrago entre tu antes y tu después de arribar a esa isla desierta que te obliga a plantearte tu relación con Wilson, contigo mismo y también con el mundo que queda atrás y delante. ¿Quién eres? ¿Realmente estás solo en un espacio que se antoja infinito y te hace sentir minúsculo, tan menguante como aquel hombre-partícula que acabará formando parte del todo y de la nada?

No me dio tiempo a decirle: mira, Marty, la humanidad no se ancló porque, primero, la necesidad apretaba y, después, porque muchos alguien dieron pasos a contracorriente de lo establecido como dogma político y de fe, aun a riesgo de ser cazados por los reaccionarios y defensores de cada momento, que definiré como la suma de costumbres, ignorancias, intereses y creencias que determinan y dominan el instante que puede prolongarse años o durante siglos. Pero el paso estaba dado y ya nada podía frenar la evolución humana; no porque avanzase con frenos locos, sino impulsada por la curiosidad y la inquietud. Salvo ella misma, si se aferraba al miedo y a su habitual pereza mental, ninguna otra especie terrestre zancadillearía su avance. La lógica era aprovechar lo que dimos en llamar inteligencia; de la cual tampoco deberíamos estar tan seguros, al menos tantos de quienes la presumen sin practicarla…

Miedo y pereza, ignorancia y fenómenos que sorprendían, nos llevaron a la superstición, que sería una especie de “sedante” frente a la idea de la muerte y ante otras cuestiones desconocidas que nos costaba explicar. La superstición nace como respuesta absoluta a la ausencia de respuestas, algunas de las cuales han ido llegando con la ayuda del sentido común, de la lógica y de la ciencia, la cual no asomó en nuestra evolución hasta ya entrada la historia. Aunque tardarían miles de años en planteárselo, unos pocos se cuestionaron quienes eran al contemplar el firmamento y a quién tenían al lado, ese conocido tan extraño. Puede que en esos instantes sintiesen un cosquilleo que no sabrían explicarse. ¿Sería el vecino con una pluma? No estaban seguros, pero, al mirar a su alrededor, en busca de una prueba tangible, no observaron a nadie cerca. ¿Dónde estaba fulano? Y se encogieron de hombros. Tal vez alguno pensase que era cosa de espíritus o de brujas, puesto que la superstición se había asentado como parte propia de la humanidad, pero también lo era aquella sensación “cosquilleante”, de curiosidad, que nacía del interior al observar el mundo exterior: cielo, mar, tierra, piedras, hombres, mujeres, animales, plantas…

Por entonces, basándose en las apariencias, alguien dedujo que el planeta que habitamos era el más grande que existía. La prueba, le pidieron algunos. Y la respuesta: solo hay que mirar el suelo y compararlo con los puntitos brillantes que salpican la bóveda celeste, para comprenderlo así. Esta fue una de tantas respuestas humanas, siempre incompletas y abiertas al error, a la posibilidad de corrección y de evolución antes de toparse de bruces con sus límites. El límite del geocentrismo estaba ahí, a nuestro alrededor, del que formábamos y formamos parte.

El cielo quedaba arriba y las estrellas que se veían, seguramente distintas a las que vemos hoy, así como el satélite que por fases periódicas aparecía o no al atardecer, eran insignificantes en su aparente tamaño. Para orgullo de sus moradores humanos, la Tierra era el centro y todo giraba a su alrededor. Todo bajo ella, pues desde cualquier minúsculo punto del resto del universo se vería gigantesca, imponente, azul y reluciente. El firmamento no significaría tal como hoy lo sentimos y comprendemos, pues resultaba menor en su comparación con la esfera terrestre, la cual supongo que ninguno de los observados por McFly pensarían en su forma esférica. En la Grecia de la Antigüedad, supieron los pitagóricos que la tierra no era plana, Eratóstenes calculó el radio terrestre e incluso antes de tan sorprendente cálculo Demócrito había dicho que todo estaba formado por átomos. Claro que aún quedaban muchos siglos por delante para llegar a las teorías atómicas, al electrón y a sus órbitas, al protón, al neutrón, a los quarks...

La teoría geocéntrica aparecería mucho antes de nosotros y tiempo después de que Marty viese aquel grupo de gente asentándose en un lugar que adaptaron para vivir. Pero, a pesar de los siglos que perduró la idea de la Tierra como centro del universo, que sirvió para afianzar religiones como las que se inician con su Génesis compartido, la cosa se aceleró y se minimizó la importancia planetaria a raíz de Copérnico, quien, aparte de científico, podemos decir que fue un aguafiestas para los ombliguistas del mundo y un paso más en el conocimiento y la evolución de nuestro desconocimiento.

<<La ignorancia da la felicidad>>, puso Updike en boca del centauro, cuyas formas fueron contempladas en el cielo por algunos griegos antiguos de imaginación exagerada. Así se bautizó esa constelación, una entra tantas existentes en aquel firmamento que Copérnico revolucionó para empequeñecernos, pues su revelación nos apartaba de ser los habitantes del centro del universo. La duda de nuestra importancia germinó y se transmitió a mayor velocidad gracias a la imprenta, aunque todavía frenada por la ignorancia, el fanatismo y la superstición, a veces vestidas de dogmas religiosos. No obstante, gracias a la “Revolución” copernicana, dimos uno de esos grandes saltos en la historia de la humanidad, uno mayor en significado que el dado por Armstrong cuando pisó la Luna en 1969, y de similar intensidad, a la hora de hacer tambalear los cimientos establecidos, al dado por Darwin con su teoría sobre la evolución de las especies. Pero nuestro mundo se vería reducido más aún, cuando los físicos modernos empezaron a estudiar el átomo y las partículas subatómicas cuya energía y fuerza destructiva, inversamente proporcional a su tamaño, se desveló terrorífica hacia mediados del siglo XX, en concreto el 6 de agosto de 1945, los estadounidenses soltaron una bomba atómica sobre Hiroshima y, tres días más tarde, otra sobre Nagasaki.

Nada en la ciencia viaja solo; ni la ciencia, por sí sola, va a respondernos esas cuestiones humanas que originaron la religión y la filosofía, la cual, de algún modo, surgió por necesidad, cuando alguien la sintió para responderse más allá del mito. Los filósofos buscaban la verdad y esta también es la supuestamente pretendida por la ciencia, la cual aparece tiempo después, como consecuencia de la propia filosofía, cuando esta ramifica sus preguntas y amplía sus intereses. Desde el nacimiento de la filosofía occidental hasta la actualidad han sido millones los individuos que cuestionaron y buscaron, solo que nuestra escasa memoria retiene unos pocos nombres, quizá los más grandes o los que hicieron con sus preguntas y sus sistemas que otros les negasen, después de reflexionarlos, y así hasta alcanzar nuevos estados en el desarrollo de los mismos interrogantes.

Algunas de aquellas cuestiones se concretan, en busca de responder problemas físicos, naturales. Surgen los primeros científicos, entre ellos Aristóteles, empeñado en clasificar la naturaleza. Son primeros pasos, luego llegan los siguientes, y después, otros y más científicos reales y aquellos ficticios como la doctora Ellie Arroway, inspirada en la real Jill Tarter. Ellie es la protagonista de Contacto, la única novela del científico y divulgador Carl Sagan —novela que tiene su origen en un guion que escribió junto a su mujer, Ann Druyan, en 1979—, y de la película homónima que Robert Zemeckis realizó en 1997, una película que resulta un ejemplo de cómo sintetizar el original literario en su paso a guion —escrito en su primera versión por James V. Hart y con posterior intervención de Michael Goldberg— sin perder la esencia de lo pretendido por Sagan (mantenerse dentro de la posibilidad científica) ni renegar de los intereses de Zemeckis (el drama y el uso de la tecnología como medio de lograrlo, y no como un fin en sí misma).

¿Sabes, McFly? Al igual que tú, Ellie no se rinde ante la adversidad; es luchadora, obsesionada y agnóstica, viajará en el espacio-tiempo. Esta doctora dirige el equipo que descubre el primer contacto que la Tierra escucha de una inteligencia extraterrestre. La señal proviene de Vega, una estrella no muy lejana a nuestro sistema solar que dos mil años antes marcaba el norte geográfico. Hoy, la guía que nos indica septentrión es la Polar, y dentro de varios milenios, tal honor recaerá en otra distinta. Estos cambios, que en una vida humana no son observables, sí lo son para la ciencia, a lo largo de la historia. Así, gracias a la suma de conocimientos acumulados, Sagan y su personaje pueden saberlo, como también el popular astrónomo comprende que la ciencia y la religión no tienen que estar reñidas, como sí sucede en algún momento novelístico y cinematográfico de Contacto

La fugacidad humana determina nuestra comprensión del pasado, del presente y del futuro, que se minimiza a plazos comprensibles y vivibles para el ser humano. Tal fugacidad provoca que la mayoría de los individuos sean incapaces de pensar a largo plazo, en periodos más allá de sus años de vida, como parte del devenir humano. Tal vez habría que ser viajeros en el tiempo para comprobar y comprender los cambios, sus aciertos y sus errores, su lentitud, su vértigo, su marcha imparable. Marty todavía no lo comprende del todo y eso que ha tenido tres experiencias temporales; tampoco sabe si la tecnología nos ha liberado o atrapado. Pero no es el único, ¿cuántos comprenden que formamos un todo con la historia del universo, de la tierra y de la humanidad, una historia que, aunque nos la den en fascículos, es continuada? La fata de esta perspectiva temporal se agudiza en los políticos electos, que tienen prisa, pues su tiempo de mandato se deduce a unos pocos años, que son los que tienen para hacer y deshacer. Aunque prudente, la presidenta en la novela y el asesor en la película piensan a corto plazo y no comprenden como Elli el hecho que pone patas arriba el mundo y corresponde encararlo a todo el planeta no a un solo país, que sin colaboración del resto no podría completar los tres momentos en los Sagan divide la trama: el mensaje, la máquina y la galaxia.

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