Saber que tu destino está escrito y que acabará en el mayor de los satélites de Saturno, planeta que recibe su nombre de aquel titán que en mitología romana devoró a sus hijos, salvo a Zeus, que era griego y tal vez eso despistase a la deidad latina, pasando antes por Marte, Mercurio y de nuevo la Tierra, no ha de ser peor que el que nos depara el viajar a cualquier isla o playa y pasarse la estancia tumbado en la arena o sobre la hamaca de un hotel resort en el que las actividades y las atracciones se programan y preparan, incluidas las bebidas, para que todos consuman lo mismo y, a ser posible, a la misma hora. No digo que los turistas que algún día acudan a Titán pasen sus horas en la piscina, con el extra de contar con un chiringuito dentro, en los restaurantes temáticos o en cualquier espacio donde dejar su dinero a la cadena hotelera que lo regente; eso sí, llevándose de vuelta a sus hogares y a sus rutinas la sensación de haber vivido una experiencia única y fugaz que no podrían haber disfrutado en la bañera de su casa, pero casi. Así que tampoco hay que asustarse por lanzarse al espacio en compañía de Kurt Vonnegut, que es quien se encargó de escribir el destino de Malachi y Beatriz, también el del primer marido de esta mujer aristocrática e inteligente que se negaba a ese mismo destino que la alcanza, la sube a un platillo marciano y la obliga a casarse con Malachi Constant, de Hollywood, fiestero y vulgar, ignorante y desvergonzado, pero poseedor de una suerte pasmosa, la cual, como su fortuna y el resto de los adjetivos anteriores, la heredó de su padre, quien tampoco tenía mucho más de que presumir. Pero, igual que Beatriz, Malachi se convierte en exmultimillonario de la noche a la mañana —en su caso tras más de cincuenta días de fiesta alcoholizada y continuada—, por una mala jugada de ese sino que Vonnegut se empeñó en tejer para ellos hacia finales de la década de 1950. El destino se selló en 1959, con la publicación de Las sirenas de Titán, claro que Vonnegut también lo hizo para poder comer, que un escritor no solo vive del aire, ni de su talento, ni de su esfuerzo, y para deleitar a sus lectores, a quienes regala, por un módico precio el ejemplar, una sátira de ciencia-ficción que no tiene desperdicio, cuyo humor e ironía no esconden la capacidad de un autor que le ha hecho pasar muy buenos momentos literarios. Ay, suspiro, qué bien me cae y que bien sientan las lecturas de este Kurt, pues también Kurt se llamaba su padre, de quien no sé qué heredó, más allá del nombre y de una parte de su genética…
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