Cuenta la leyenda que un secuestro, el de Helena, deparó la guerra de Troya, aunque la historia explique que el conflicto obedeció a causas económicas —cabe recordar la estratégica situación de la ciudad, también llamada Ilión, que posibilitaba el control del paso y del tráfico comercial de los Dardanelos—; y que el rapto de las Sabinas trajo cola en los orígenes de la Antigua Roma. De modo que la leyenda y después la literatura se hicieron eco de tales sucesos y, desde aquellos (y antes), otros raptos se han sucedido en la realidad y en la ficción oral y escrita, y, a partir del nacimiento del cine, en la cinematográfica. Desde entonces, películas sobre secuestros y raptos hay unas cuantas, pero pocas tan memorables como El maquinista de la General (The General, Buster Keaton, 1926), en la que Keaton se echa a la carrera para recuperar a sus dos amores, Infierno del odio (Tengoku to jigoku, Akira Kurosawa, 1963), el arriba y abajo donde la tormenta se desata para golpear el cielo de la opulencia y acercar el infierno de los desposeídos, o Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), de buscadores va el asunto, también de temores, obsesiones, frustraciones, desamores, familia y desencanto. O tan buenas como Mi nombre es Julia Ross (My Name Is Julia Ross, Joseph H. Lewis, 1945) o El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965). Hay otras que son dignas muestras de cine de acción —1997… Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1980) o Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988)— y de suspense —El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knows too much, Alfred Hitchcock, 1956), también la versión de 1934, o El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathan Demme, 1990)—, o entretenidas propuestas televisivas como la primera temporada de la serie 24 horas. También hay una versión anterior de Rescate (Ransom, 1996), la dirigida por Alex Segal y protagonizada por Glenn Ford, que me parece mejor que la realizada por Ron Howard cuarenta años después, con Mel Gibson asumiendo el protagonismo de una historia que difiere lo justo de la escrita por Cyril Hume y Richard Mainbaum —que sería guionista asiduo de la saga James Bond— en 1956…
Las arriba nombradas plantean situaciones límite, angustiosas, dolosas, pero cada cual parte de ese punto para realizar su película, para plantear sus temas y sus cuestiones. En la de Howard, dicha situación no trata de plantear si lo que hace Tom Mullen es o no correcto, si la opinión pública es algo más que la voz de la ignorancia o qué harían un padre y una madre por su hijo, sino que le sirve para realizar un thriller de acción que atraiga al público y sirva de lucimiento del popular actor que da vida al héroe herido, un empresario multimillonario que se ha hecho a sí mismo, enfrentado en un duelo a muerte con su antagonista. La competición entre antagónicos gusta y la figura del triunfador vende en el país de las barras y estrellas, pues representa la imagen del sueño americano hecha realidad; aunque, la de Tom, Kate (Rene Russo) y Sean Mullen (Brawley Nolte) no tarde en transitar por la pesadilla y desvelar ciertos trapos sucios, aunque tal como lo expone Howard no empaña el aura heroica de Tom, cuando los Mullen reciben el mensaje que le informa del secuestro de su hijo y que, si quieren volver a verlo, han de entregar un rescate. Pero Tom, el héroe estadounidense, el tipo que nunca había subido a un avión hasta que entró en el ejército, tras un momento de duda y de seguirles el juego, decide no negociar con los secuestradores, como tampoco su país afirma no negociar con terroristas, quizás habría que preguntar qué significa negociar, cuántos tipos de terror existen y quiénes lo siembran o son cómplices. Así, como quien no quiere la cosa, en una aparición televisiva, Tom ofrece dos millones de dólares a quien cace a los tipos que se han llevado a Sean, unos don nadies controlados por un antagonista que también quiere su porción del sueño del que disfrutaban Kate y Tom hasta que descubren la ausencia de su hijo. ¿Por qué él?, pregunta al secuestrador, en un interrogante claramente expresado por obligación del guion, para crear cierta ambigüedad en el héroe (que nunca se plantea), no de la supuesta situación límite, a lo que el criminal responde que lo ha escogido a él porque es de los paga, como ya demostró con anterioridad, cuando sobornó para proteger su negocio...
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