miércoles, 28 de diciembre de 2022

Blue Collar (1978)


Desde su primer momento profesional, con sus guiones para Sidney Pollack, Martin Scorsese y Brian De Palma, lo de Paul Schrader con el cine ya se veía que no iba de animar al respetable al consumo de palomitas en las salas de exhibición, sino que iba a indagar en la cara oculta tanto de los personajes como de la sociedad estadounidense. En eso, a pesar de los altibajos que puedan descubrirse en su obra cinematográfica, ha sido fiel y ha seguido una línea en la que prioriza la reflexión y la psicología de los personajes, su moral, sus sentimientos, sus emociones. El cine de Schrader es el de un cineasta que indaga en las complejidades humanas y también en las del sistema-sociedad, consciente de situar en el centro de su universo creativo al individuo, sus contradicciones, su sentimiento de culpa (heredado de la educación religiosa, en su caso calvinista), la imposibilidad de escape y la búsqueda de redención al enfrentarlo a lo oculto que hay en él y en su entorno. Sus personajes, quizá el más famoso sea el Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), son psicologías heridas. Sienten dudas, culpabilidad, ira, sufren en su intento de establecer relaciones e incluso, como sucede en Blue Collar (1978), se sienten oprimidos por el sistema. Están en constante debate consigo mismo y con su entorno, más bien se trata de un combate, son contradictorios y nunca uniformes —Zake (Richard Pryor) y Jerry (Harvey Keitel) son hombres de familia, hacen todo por protegerlas, pero eso no les impide una noche de juerga con alcohol, drogas y mujeres que no son las suyas—, en sus interioridades hay cabida para lo generoso y lo monstruoso. En Blue Collar, titulo que el director estadounidense toma de la expresión genérica que engloba a los trabajadores de labores manuales, los personajes viven sujetos a la cadena de montaje en la que se inicia su primer largometraje —uno de los grandes momentos cinematográficos del film—, pero, sobre todo, no pueden escapar a la cadena simbólica que tanto la compañía de automóviles para la que trabajan como el sindicato, que supuestamente debería defenderles y liberarles, no quieren que se rompa; porque ambos obtienen beneficios.


Zake, Jerry y Smokey (Yaphet Kotto), para el sindicato el más peligroso de los tres, al carecer de familia —una de las cadenas más fuertes con las que el sistema somete a los trabajadores—, comprenden que están atrapados y desprotegidos. Lo saben y por ello deciden vengarse ya no de la empresa que les explota, sino del sindicato que les traiciona y también les exprime. Lo cierto, es que ya en este primer largometraje asoma el universo Schrader, sí, uno personal e intimista, con estética y moral reconocibles. Por eso mismo, su cine no gusta ni contenta a todos, pero resulta innegable que es uno de los cineastas más personales de su generación. Este director y guionista nacido en Michigan, estado presente en varias de sus películas, Blue Collar entre ellas, habita su cine de seres al borde del abismo existencial donde la caída en el inframundo es una vía hacia el conocimiento, aunque no depare la salvación. Al contrario que en la filmografía de Steven Spielberg o en la de George Lucas, mismamente en la de John Milius, en la de Schrader no hay espacio para héroes ni grandes hazañas, ni para el escapismo cinematográfico que domina en la filmografía de Spielberg o Lucas. Tampoco hay intención de recuperar la fantasía del sueño americano; en todo caso, para él, habría víctimas de la pesadilla americana, tipos como los trabajadores de la factoría de automóviles de Blue Collar. <<Enfrentan a los veteranos contra novatos, los jóvenes contra los viejos, los negros contra los blancos, para mantenernos a todos en nuestro lugar>>. Estas palabras de Smokey desvelan parte del mensaje de Schrader en un film que muestra el rostro oculto del sistema —una cara que ha ido completando a lo largo de sus películas—, el que no suele vender entradas en las salas adonde la gente acude a ver un tiburón o unos cowboys galácticos que prefiere a unos obreros con problemas económicos, prisioneros de una cotidianidad en el que apenas logran sobrevivir. Su vida, tanto la laboral como la familiar, se encuentra marcada por sueldos irrisorios en un trabajo en el que la mayoría de las veces se sienten explotados y desprotegidos: son marionetas de los patrones, de los jefes de plata, de los delegados y directivos del sindicato. Incluso, como apunta el caso de Zake, se ven agobiados por los agentes tributarios, que ni comprenden ni les importa el desequilibrio económico-laboral que sufren tipos como ellos, cuyas necesidades de protección y dinero (que es la divinidad del mundo empresarial y social) y la rabia que les genera sentirse explotados y engañados, son motivos que les convencen para robar la caja del sindicato.



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