martes, 27 de diciembre de 2022

El detective y la doctora (1971)


La muerte de su mujer y la lectura de novelas de detectives han transformado a Justin (George C. Scott) en Sherlock Holmes, paranoia, ilusión o realidad subjetiva que provoca que la doctora Watson (Joan Woodward) sienta fascinación por él. Inicialmente, la psiquiatra lo ve un caso clásico, “uno en una generación”, dice, “capaz de hacer cosas que parecen las de un genio”, tan geniales que Justin deduce cual Holmes, actúa y viste del mismo modo que el detective victoriano creado por Arthur Conan Doyle. Más aún, piensa y se siente como tal, pero el Holmes y también la Watson de esta película dirigida por Anthony Harvey, quien ya había trabajado con anterioridad sobre un texto de James Goldman en El león en invierno (The Lion in Winter, 1968), no viven en el Londres decimonónico, sino en la bulliciosa y variopinta Nueva York de inicios de la década de 1970, lo que provoca que Justin/Holmes sea un simpático anacronismo que camina a contracorriente por una urbe repleta de corazones solitarios y heridos que encuentran su refugio en una sala de cine donde proyectan westerns, en el sanatorio donde trabaja Mildred Watson —allí un paciente asume el silencio como seña de identidad; al creerse la estrella del cine silente Rodolfo Valentino—, en la calle o en la biblioteca donde el bibliotecario interpretado por Jack Guilford todavía sueña con ser la Pimpinela Escarlata. Holmes y Watson representan a todos esos soñadores y neuróticos que, con sus excentricidades, sus locuras o su aislamiento, se niegan a ser autómatas. Es su forma de rebelarse, de buscarse, quizá de no encontrarse, pero sobre todo es su manera de expresar el mensaje que cierra el film: <<el corazón humano puede ver lo que está oculto a los ojos, y el corazón sabe cosas que la mente todavía no ha empezado a comprender>>.


La pareja protagonista de El detective y la doctora (They Might Be Giants, 1971) está formada por dos corazones solitarios que juntos dejan de estarlo; no cabe duda de su química ni de la atracción que surge entre ellos desde el primer encuentro en la clínica psiquiátrica del doctor Strauss. Pero, aparte de la soledad y la aflicción que llevan a Justin a ser Holmes y a la doctora Watson a darle de vez en cuando a la botella, los personajes de James Goldman, el autor de la obra teatral en la que se basa el guion, que él mismo escribió, son dos individuos que deciden sentir y buscar liberarse a través de la ilusión; de ahí que El detective y la doctora se aparte de los personajes literarios originales. Pero si el texto es deudor de Conan Doyle, igual lo es de Cervantes, pues la pareja protagonista es la combinación de los personajes del escritor británico y del español. Justin es quijotesco, huye de la realidad para crear una nueva, mientras que la doctora, solitaria y profesional, le sigue en una aventura en la que ella pasa de ser la visión realista a compartir la ilusión del caballero detective. Sucede que, al igual que en la obra cervantina con la pareja Quijote-Sancho, en la de El detective y la doctora se produce una “quijotización” u “holmestificación” de Watson —y por un instante, en la biblioteca, Justin parece recuperar lo que se supone “cordura”—, porque ella despierta a la ilusión que se le ha negado hasta entonces, compartiendo no solos aventura sino el sentimiento que la une a Justin. En ese instante, ya ninguno camina solo, incluso otros idealistas y solitarios se les ubicarán en su búsqueda de Moriarty, pues si Justin es Holmes a fuerza ha de haber uno profesor a quien perseguir y desbaratar sus planes.



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