jueves, 23 de abril de 2015

Fahrenheit 451 (1966)


La ficción distópica, ya sea literaria o cinematográfica, con frecuencia conlleva una mirada al pasado y al presente desde un tiempo alternativo en el que se observan aspectos que delatan la imperfección de supuestos entornos perfectos, que no dejan de ser posibles reflejos de los reales donde no hay posibilidad de mundos felices, pues la felicidad no existe
sin que lo haga un punto (emocional) de referencia contrario que le confiera sentido; de otro modo sería una alienación, un totalitarismo, una fuga de la propia existencia. Uno de esos espacios fue expuesto por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451 (1953), en la cual describe una sociedad en la que se ha prohibido la literatura con el fin de suprimir las individualidades, mermando las capacidades reflexivas y emotivas del individuo. Este hecho, que en la novela se presenta desde la ciencia-ficción, es una constante que se observa a lo largo de la Historia y que confirma que la ficción de Bradbury no escapa, ni lo pretende, a la realidad. De modo que si alguien tuviese la buena o mala fortuna de verse trasladado en el tiempo hasta una hipotética Edad Media, descubriría a una minoría dominante empleando el miedo y la ignorancia para someter a una mayoría que ni sabría leer ni se preocuparía por la existencia de escritos, y cuyo pensamiento se encontraría condicionado por costumbres, supersticiones y falsas "verdades", que se disfrazarían de absolutos que impedirían a los individuos plantearse aspectos más allá de lo impuesto…


Si ese alguien continuase su irreal trayecto temporal hacia su presente, asistiría a mediados del siglo XV a la aparición de la imprenta moderna, avance fundamental en la evolución del pensamiento humano, que provocaría la difusión de textos y, como consecuencia, también de ideas que sembrarían en las mentes de los lectores las semillas para otras futuras. Pero ese mismo naúfrago temporal sería testigo de que la mayor parte de la sociedad continuaría siendo analfabeta y vería a "algunos iluminados", temerosos de perder su poder y su cómoda posición, prohibiendo libros que considerarían perjudiciales para la salud pública. Esta persecución literaria sería una constante en el deambular de ese imposible peregrino que, en su intento por regresar a su época y tras contemplar hechos y revoluciones que le replantearían su concepto histórico, alcanzaría la Edad Contemporánea, durante la cual descubriría a regímenes totalitarios intentando someter a la población desde la represión y la censura de credos, ideas, libros y otros medios en los que los devotos adeptos verían aspectos contrarios a los predicados
. Ya en casa, el retornado tendría muchas opciones: saludar a sus vecinos, beber una cerveza, sacar a pasear al perro, tumbarse al lado de su pareja o de un cuarteto de cuerda, reflexionar en soledad o en compañía, disfrutar de un descanso que le recuperase del viaje… Pero quizá se decidiese por la lectura, consciente de su riqueza, de su significado, de las vidas que encierra y libera, de la fortuna de poder tener libre acceso a ella, no como los individuos que moran en las páginas de Fahrenheit 451 y en el film homónimo de François Truffaut, en el que la prohibición de textos escritos ya se anuncia al inicio.


En Fahrenheit 451 se
 sustituyen los habituales títulos de crédito por una voz en off que presenta al equipo artístico y técnico responsable del film, y lo hace como si esa misma voz se difundiera a través de las numerosas antenas de televisión que pueblan los tejados de los edificios. La siguiente imagen descubre un camión de bomberos que se dirige a desempeñar un cometido distinto al original, ya que sus ocupantes no apagan fuegos, los provocan y lo hacen porque su labor principal consiste en encontrar libros y proceder a su incineración. El mundo desarrollado por Truffaut a partir de la novela corta de Bradbury muestra a la sociedad insensibilizada, carente de pensamiento crítico-reflexivo y adormecida por el consumo excesivo de programas televisivos y de tranquilizantes, que sirven para someter al individuo hasta sumirlo en un estado de apatía inconsciente que permite su manipulación y la ausencia de identidad. ¿Qué peligros esconden las páginas de los libros? ¿Por qué la lectura es un delito? ¿O por qué algunos individuos arriesgan sus vidas para continuar leyendo? Montag (Oskar Werner), el bombero protagonista, empieza a plantearse preguntas similares que solo logra responder a partir de su lectura de David Copperfield (Charles Dickens, 1849), su primer contacto con las letras y, por lo tanto, con el pensamiento de alguien que siente y expresa parte de sus ideas, sean o no aceptadas por el lector, y de sentimientos que convierten a cada texto en único. Esta sensación de recuperar su individualidad crea en Montag la necesidad de continuar leyendo, porque en ese instante se siente vivo y ajeno al entorno que habita y donde nada se plantea porque se valora y se promueve la uniformidad ciudadana. Como consecuencia se convierte en un ser asocial, en un proscrito y en una molestia para su mujer (Julie Christie), integrada en el conjunto homogéneo dentro del cual ha crecido y madurado, despojada de su capacidad de comprender, interpretar y decidir, lo cual implica la supresión de su riqueza individual, la misma que Montag recupera gracias a las páginas de las obras literarias que algunos hombres y mujeres han decidido aprender y transmitir.

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