Por aquellos años del siglo XVI, la realidad del rey británico inicialmente estaba marcada por sus buenas relaciones con el papado y con la poderosa Corona de Castilla y Aragón, con la que pretendió una alianza política mediante su matrimonio con Catalina, la hija de Fernando II de Aragón y tía de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico. Pero dicha alianza entre las dos coronas no resultó como esperaba el monarca inglés, ya que sus intenciones y aspiraciones personales no llegaron a materializarse y, para asentar en el poder a su dinastía y ampliar su poder, se desligó de la influencia de la corte de Carlos I y del Papa Clemente VIII, lo que provocó un enfrentamiento de intereses políticos que, entre otras cuestiones, derivó en la ruptura de la iglesia inglesa con la romana. Estos y otros hechos que provocaron el cisma se minimizan en la propuesta de Ernst Lubitsch, que se decantó por un enfoque menos realista para mostrar a un Enrique cansado de Catalina de Aragón (Hedwig Pauly-Winterstein), a quien pretende sustituir por la joven Ana Bolena (Henny Porten), por quien exige a Roma su divorcio de la noble aragonesa. Pero, ante la negativa papal y dominado por un impulso visceral, el rey asume su ruptura con el pontificio y se declara cabeza visible de la iglesia anglicana. Desde este instante, la historia que narra Ana Bolena no hace más que dramatizarse a la espera de un desenlace conocido, que se fragua desde la traición perpetrada por el poeta Mark Smeaton (Ferdinand von Allen) cuando acusa a la nueva reina de mantener relaciones con Enrique Norris (Paul Hartmann) y con él mismo. Sin embargo, nada de lo dicho por el poeta es verdad, salvo el amor no consumado entre Norris y Ana, porque ella ha escogido ser reina en lugar de una vida en común con aquel a quien desea, de modo que asume su nueva posición al lado del monarca sin saber que sus días y su destino están marcados por la intervención de los celos de Smeaton y por la volátil apetencia de su regio esposo.
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