jueves, 3 de febrero de 2022

La librería (2017)


En varios momentos de La librería (The Bookshop, Isabel Coixet, 2017), y de la novela homónima de Penelope Fitzgerald que la inspiró, asoman libros; lógico, pero me centraré en tres magnificas narraciones a las que Coixet presta atención (dos de las cuales no recuerdo que Fitzgerald nombre en la novela): Fahrenheit 451Lolita y Huracán en Jamaica. La de Ray Bradbury habla de la quema de libros e ideas, de la censura que en la realidad del film (y en la histórica) prohíbe la historia escrita por Vladimir Nabokov, mientras que la de Richard Hughes —de las tres fue la que tuvo la mejor adaptación cinematográfica y la menos mitificada por el público, quizá porque a Alexander Mackendrick se le ha dado menos bombo que a Stanley Kubrick y a François Truffaut—, desvela el paso de la inocencia infantil a otro estado existencial en un entorno adulto donde los piratas resultan ser los ingenuos. De las tres obras literarias, Lolita llama la atención de los clientes, que se aglomeran frente al escaparate, y también la del abogado que aconseja a Florence (Emily Mortimer) que deje de vender ese libro. ¿Por qué? ¿Cuáles son sus criterios de selección? Pero este hombre de leyes no es el rival de la buena librera, buena porque Fitzgerald escribe que <<Florence tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco cuando de lo que se trata es de sobrevivir>>.


Florence es
un personaje sin mancha, sin malicia ni más ambición que la tranquilidad de sus paseos por la costa, la compañía de sus libros y la ilusión de su rincón en el mundo. Su rivalidad es con Violet (Patricia Clarkson), la altiva y despótica millonaria que aguarda el momento para atacar. ¿A qué obedece su actitud? ¿A razones ideológicas de clase o sencillamente se guia por una única idea: que su pensamiento es mejor o, expresado de otro modo, que lo que dice y quiere es mejor que lo que diga y pretenda el resto? ¿Mejor para qué y para quién? ¿Cuáles son sus argumentos? ¿Los tiene? ¿Conoce y tiene en cuenta las circunstancias personales y culturales de la librera? Acaso ¿le importa su edad, si luce media melena o lleva el pelo recogido, si le interesa más Dickens o Balzac, si su librería carece de obras de Georges Sands o de Nietzsche, si sus lecturas le han llevado hasta Russell o a leer a Dante, Lorca o Wodehouse? ¿O cuál es su número de calzado y cuál el de la suerte? Nada de eso le importa, solo le interesa imponerse, puesto que Florence ha osado contradecirle, al interponerse en su camino ya marcado.


Volviendo a Fahrenheit 451 y a Lolita, censurar libros, películas, esculturas u opiniones que difieran de la norma, de lo establecido como correcto por el orden moral dominante y en ocasiones avasallador, cualquier tipo de censura, incluida la autocensura, puede plantear dudas tal ¿quién sería el encargado de silenciar y el por qué obligar a callar? O, mismamente, ¿quién indica qué tipo de pensamientos y palabras son o no correctas? 
¿Cuáles son sus motivos para decantarse por unas y no por otras? ¿Qué teme? ¿Qué fin se persigue? ¿Amordazar? ¿Controlar? ¿Imponer su ideología, siempre a costa de cualquier otra? Pensando en ello, la única censura que considero aceptable en arte, política o sociedad es la que cada individuo asuma para sí libremente, no para otros, sin precipitación ni imposición social ni por miedo a represalias ni por sentimiento de culpa (cuyo origen vendría a ser externo, introducido al tiempo que se impone la moral). Tal vez sea utópico, pensar que algún día sabremos cuándo hablar y cuándo callar, qué decir y cómo decirlo. Quizá sea más utópico pensar que algún día comprendamos, aceptemos y fomentemos la libertad del prójimo, que también es la propia, y alcancemos cualquier conclusión sin rechazo, ni rencor, sin censurar lecturas y palabras, y sin obligar a otras.


Quien ama la lectura se guía por la pasión que esta le despierta y no limita el mundo de las letras, historias e ideas que formará parte de uno o estará fuera de uno, cuando se pretende limitarlo. Por otro lado, amar la lectura es amar la humanidad que hay en cada libro, con sus pros y sus contras, con su invitación a asentir y disentir, con las contradicciones y los conflictos que puedan generarnos las palabras de cada autor o autora; es decir de cada persona que se esconde o se da a conocer por el nombre que suele asomar en la portada, salvo en la biblioteca personal de Edmund Brundish (Billy Nighy), que arranca y quema las portadas para imaginarse que los libros que tanto ama se han escrito solos. Lo dicho me lleva de nuevo a la pregunta ¿quién puede legitimar una lectura como adecuada y censurar otra como inadecuada? ¿Alguien que teme a las palabras y las ideas que forman, o alguien que no las comprende y, por tanto, no comprende la humanidad que existen en ellas? Las teme. Y ante este temor a lo desconocido, a lo que disgusta porque amenaza o trastoca su orden, hay quien decide dictar su ignorancia, que disfraza de sabiduría, e imponer sus intereses e incultura, que son su cultura. Otra duda que me asalta es cómo saber qué lectura es mejor que otra, o cuáles son las mejores, sin haber leído no todos los libros del mundo o quince mil, no menos de cinco mil, pues si no, cómo saber qué lectura conviene, cuál es correcta o incorrecta. Pero este no es el caso del personaje de
Patricia Clarkson en La librería, cuando pretende cerrar el establecimiento librero que Florence Green abre en Old House, el edificio que la primera desea para su centro de arte, porque la librería, abierta en el lugar que ella ha escogido para su proyecto, pone en duda (eso teme y le enfurece) su influencia, su poderío, su estatus.


Escoger y disfrutar la lectura son dos de los pocos ejercicios saludables y placenteros que la librera tiene en un espacio anclado en costumbres inamovibles, costumbres en las que Violet se encuentra cómoda, puesto que las conoce y las conserva en su feudo. Ella es la guardiana del orden que Florence rompe con su presencia y la de sus libros, que, como libros, representan para los lectores la ilusión de libertad —ilusión porque, como toda realidad artística, viene limitada por el conocimiento y el desconocimiento; siempre variables según el hábito y la propia naturaleza del individuo y de la lectura que invita a leer—, y dudo que la quema de libros en una plaza pública o el cierre de la librería del film de Isabel Coixet beneficien a alguien, salvo a la uniformidad, al control y al ego de quienes, como Violet, imponen su criterio o su censura por miedo a desaparecer o a dejar de ser el poder establecido. ¿Suena exagerado? Ni idea. Tampoco es lo que transmite La librería, que se queda a medio camino de un cuento, de amor a la lectura, de buenas intenciones y de llegar a alguna parte diferente de la comodidad donde se instala y se desarrolla. Sin embargo, en otra de mis fugas de la realidad cinematográfica que contempló en la pantalla llego a ese lugar mental donde busco alguna respuesta a preguntas que se acumulan y de las que solo obtengo que lo beneficioso de la lectura no es prohibir ni obligar, es fomentarla; y por fomentar no me refiero a los bombardeos publicitarios, ni a lo que esté de moda ahora, mañana o anteayer. ¿Y cómo se llega a esa aparente simpleza de fomentar la lectura? Existen tantos caminos como deseos de leer y libros escritos, tantos como posibilidades de hacerlo descubriéndolos por uno mismo o dejando que otros nos acerquen curiosidad, como puede ser el caso de la librera —cuando le envía la novela de Bradbury a quien se convertirá en su amigo—; o mezclando ambas opciones, compartiendo e invitando, evolucionando y sintiendo como las formas y los contenidos generan emociones y despiertan la necesidad de seguir buscando en el vasto universo literario, lleno de riqueza visible, de toneladas de escoria y de tesoros escondidos, quizá perdidos porque son millones las voces escritas que nos llaman y nos aguardan, sin más obligación que la de acudir adonde nos dejemos llevar o a donde queremos ir, acariciando páginas de papel o de tinta electrónica, pues los libros no son su forma física, sino emociones, sentimientos y pensamientos, los que encierran la obra y los que se liberan en el lector.



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