<<—El entrenador —le dice—, el entrenador tiene la misión de desarrollar las tres herramientas de que disponemos en la vida: la cabeza, el cuerpo y el corazón.
—Y la entrepierna —dice Ruth. Solo Margaret se echa a reír. A Conejo le da grima.
—Me has provocado, muchacha, y merezco el respeto de tu atención —replica el entrenador con gravedad.
—Mierda —dice ella con voz baja, la vista baja—. No me vengas con sermones. —Las palabras del viejo la han herido. Las aletas de su nariz han palidecido, su áspero maquillaje se oscurece.
—Lo primero es la cabeza, que idea la estrategia. La mayoría de los chicos llegan a manos del entrenador sin más práctica que la de los juegos en callejones y no saben nada de… de la “elegancia” del encuentro jugado en una pista con dos cestas. ¿No estás de acuerdo, Harry?
—Sí, claro, ayer mismo…
—En segundo lugar… déjame terminar, Harry, y luego podrás hablar, en segundo lugar está el cuerpo. Hay que poner a los chicos en condiciones, endurecerles las piernas —cierra el puño sobre la superficie resbaladiza de la mesa—, han de estar fuertes y duras para correr, correr, correr, correr sin cesar durante todo el tiempo que sus pies estén en el suelo. Nunca se corre lo suficiente. En tercer lugar —se lleva los dedos índice y pulgar de una mano a las comisuras de la boca y se sacude con la humedad— tenemos el corazón. Y aquí el buen entrenador, que yo, jovencita, por supuesto intenté ser, tiene su oportunidad más importante. Dar a los chicos la voluntad de esforzarse para triunfar, que siempre he considerado mejor que la simple voluntad de ganar, pues ese esfuerzo puede estar presente incluso en la derrota, hacer que sientan, sí, creo que es la palabra correcta, lo “sagrado” del esfuerzo para triunfar, que se concreta en dar lo mejor de nosotros mismos. —Ahora se atreve a hacer una pausa, que le permite lograr lo que desea, mirando por turno a uno tras otro para inmovilizar sus lenguas, y concluye—: Un muchacho, cuyo corazón ha ensanchado un entrenador que sabe alentarle, nunca puede ser, en el sentido más profundo, un fracaso en el juego más amplio de la vida. Y ahora que la paz de Dios, etcétera… —Coge su vaso, que ahora apenas contiene otra cosa que cubitos de hielo, los cuales, al ladearlo, se deslizan y chocan con sus labios.>> (1)
El fragmento anterior pertenece a la novela Corre, Conejo (Rabbit, run), escrita por John Updike en 1960. Es la primera entrega de la espléndida radiografía literaria de la clase media estadounidense en la que el autor crea un personaje central que podría ser cualquiera dentro de la clase media estadounidense de la época. Su nombre Harry Armstrong; su apodo “Conejo”. El antihéroe de la historia es un durmiente cualquiera que despierta del no sueño americano y se encuentra desorientado y condenado a sentir el peso de la insatisfacción y del fracaso. Abre los ojos cuando la juventud le abandona, aunque todavía tiene veintiséis años, y descubre que vive en una prisión de trabajos mal pagados y de un matrimonio que no le llena. Recuerda que iba para figura, pero ahora es consciente de que su aportación e importancia en el orden cósmico no cambiará el mundo ni a él le hace especial. Asume que no es un genio, pero quizá su subconsciente siga insistiendo que es una persona especial, merecedora de la felicidad prometida desde el nacimiento de la nación. Eso fue lo que le prometieron y lo que creyeron todos los Conejo del país. El de la novela, no ha superado su despertar y todavía recuerda en su “derrota” vital cuando era la estrella de baloncesto en el instituto, en oposición a su madurez, en la que se descubre infeliz, sin importancia, incluso ya no parece importarse a sí mismo ahogándose en un matrimonio, con un hijo, y en una vida presidio tan corriente como plomiza, una que no es capaz de aceptar y que, un día cualquiera, le decide a subir al coche e ir a por tabaco. Arranca el motor y pisa el acelerador. No tiene rumbo fijo; solo sabe que desea huir. Pero no hay huida posible para él ni para nadie. Los kilómetros y la distancia aumentan, el cansancio también, pero no hay lugar donde ir y, sin apenas darse cuenta, la carretera le devuelve a su ciudad, tan opresiva como cualquier localidad pueda serlo para alguien como Conejo, que solo piensa en sí mismo, aunque no aparte de su pensamiento a Janice, su mujer, ni a su hijo, ni a su antiguo entrenador ni al predicador que irrumpe en su vida porque quiere redimirle y devolverle al redil. Tampoco puede dejar fuera de su mente a la mujer de este, a la que parece desear precisamente por ser la mujer de otro, ni a Ruth, con quien fuerza un idilio imposible, imposible porque ni siquiera él mismo podría explicarse qué pretende o si lo que pretende es eso. ¿Por qué corre Conejo? ¿Por espantar su sensación de derrota? ¿Cree poder huir de su pensamiento, de su posibilidad de reflexionar y encontrar respuestas? ¿Quiere recuperar la “libertad” y la vitalidad juvenil? ¿La posibilidad de ilusionarse de nuevo? En todo caso, como la mayoría de los mortales, Conejo tiene miedo y este le supera provocando su inestabilidad emocional, en la que se descubre entrando en la madurez que despide la juventud, que empieza a quedar atrás, y con ella, también sus sueños. Ahora, por delante, se abre un tiempo diferente en el que encontrarse o perderse…
(1) John Updike: Corre, Conejo (traducción Jordi Fibla). Editorial Planeta DeAgostini, Madrid, 2004.
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