viernes, 27 de diciembre de 2024

Unamuno y ¿para qué la filosofía?


Antes de Ortega y Gasset, de Maria Zambrano o de Javier Marías, y mucho después de Vives, hubo en España un pensador curioso, erudito, original, puede que algo pedante y seguro que genial en sus aportaciones literarias y filosóficas, aunque dudo que este último adjetivo sea el más conveniente para referirse a su pensamiento, que se desarrolla en un constante cuestionar(se). Un tipo inimitable este don Miguel, quien, respondiendo al apellido de Unamuno, se preguntó entre otras muchas cuestiones para qué la filosofía. Esto podría habérselo preguntado un niño o un adolescente cualquiera a su profesor, pero no sería la misma pregunta aunque las palabras, con las que ambos planteasen la cuestión, fuesen idénticas. No serían iguales porque el interrogante del joven buscaría una respuesta rápida y práctica que saciase su curiosidad en el instante, mientras que el autor de El sentimiento trágico de la vida no pretende un concreto inmediato. Buscaría interrogarse a sí mismo al tiempo que invita a que otros hagan lo propio, profundizando en aspectos que, a priori, tanto el niño como su profesor pasarían por alto, puesto que realmente se plantea un para qué de cuestionar más allá del preguntar por preguntar. ¿A qué obedecen los interrogantes que nos hacemos o que planteamos a otros? ¿Buscamos respuestas que conduzcan a verdades que quizá solo sean un punto de partida para nuevos para qué o nuestra condición humana nos empuja a vivir en el interrogante, condenados a no tener una respuesta absoluta de nosotros mismos?

<<Y ahora bien, ¿para qué la filosofía?; es decir, ¿para qué se investigan los primeros principios y los fines últimos de las cosas? ¿Para qué se busca la verdad desinteresada? Porque aquello de que todos los hombres tiendan por naturaleza a conocer está bien; pero, ¿para qué?

Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es el propósito al hacer filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿Qué busca en ello y con ello el filósofo? ¿La verdad por la verdad misma? ¿La verdad para sujetar a ella nuestra conducta y determinar conforme a ella nuestra actitud espiritual para con la vida y el universo?

La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón solo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.

Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo que al filosofar filosofo yo y no el hombre, para que no se confunda este yo concreto, circunscrito, de carne y hueso, que sufre de mal de muelas y no encuentra soportable la vida si la muerte es la aniquilación de la conciencia personal, para que no se le confunda con ese otro yo de matute, el Yo con letra mayúscula, el Yo teórico que introdujo en la filosofía Fichte, ni aun el Único, también teórico, de Max Stirner. Es mejor decir nosotros. Pero nosotros los circunscritos en espacios.

¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano. Y si decimos que la filosofía teórica se endereza a la práctica, la verdad al bien, la ciencia a la moral, diré: y el bien, ¿para qué? ¿Es acaso un fin en sí? Bueno no es sino lo que contribuye a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia. El bien se endereza al hombre, al mantenimiento y perfección de la sociedad humana, que se compone de hombres. Y esto, ¿para qué? “Obra de modo que tu acción pueda servir de norma a todos los hombres”, nos dice Kant. Bien, ¿y para qué? Hay que buscar un para qué.

En el punto de partida, en el verdadero punto de partida, el práctico, no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa para algo más que para filosofar. “Primum vivere, deinde philosophari”, dice el antiguo adagio latino, y como el filósofo antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego. Buen ejemplo de esto último, aquel terrible ironista ateniense que fue Sócrates, y de quien nos cuenta Jenofonte, en sus “Memorias”, que de tal modo le expuso a Teodota la cortesana las artes de que debía valerse para atraer a su casa amantes, que pidió ella al filósofo que fuese su compañero de caza, συνθηρατής, su alcahuete, en una palabra. Y es que, de hecho, en arte de alcahuetería, aunque sea espiritual, suele no pocas veces convertirse la filosofía. Y otras en opio para adormecer pesares.>> (1)

(1) Miguel de Unanuno: Del sentimiento trágico de la vida. Clásicos del pensamiento, Biblioteca Nueva, pp 96-97, Madrid, 2006.

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