El americano tranquilo (The Quiet American, 1958)
El cambio del “imperialismo” europeo —sobre todo el inglés y el francés, que eran los dominantes— al capitalista estadounidense se produjo definitivamente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando, en años sucesivos al conflicto, el país norteamericano fue asumiendo el liderazgo político y económico internacional, anteriormente en manos de Francia y Gran Bretaña —un ejemplo magistral del imperialismo británico y francés asoma en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962), cuando, ausente Lawrence, se comprende que los representantes de ambos países piensan repartirse los territorios anteriormente bajo control otomano—, naciones que en la primera mitad del siglo XX controlaban buen parte de Asía, de África y de otros puntos del globo. Esta triple presencia extranjera la apunta Joseph L. Mankiewicz en la Indochina de El americano tranquilo (The Quiet American, 1958), territorio francés por donde deambula su escepticismo el periodista inglés Fowler (Michael Redgrave) y donde irrumpe Pyle (Audie Murphy), el estadounidense puritano y tranquilo, pero cuyo deseo de meter baza se confirma en su intención de casarse con Phuong (Georgia Moll) —presume que por amor y para darle un futuro que él asume el único decente y liberador— y en la misión que le ha llevado hasta Vietnam, aunque, en la película, sus actos varían respecto a la novela en la que se basa —de ahí el enfado de Graham Greene, de quien hablaré más adelante. El film se inicia con la celebración del Año Nuevo Chino, en 1952, con el descubrimiento del cadáver de Pyle flotando en el río, y se desarrolla en la analepsis que se introduce a partir del pensamiento de Fowler, un hombre opuesto al muerto, no porque esté vivo, sino por su personalidad. Su cinismo y su sarcasmo son fruto de su pesimismo y de la infelicidad que desaparece en compañía de Phuong, la joven vietnamita que, en el pasado que forma el grueso de la historia, funciona como excusa que introduce la rivalidad entre los dos hombres occidentales, un enfrentamiento que se desarrolla a la par que el histórico y el que se esconde en las sombras —y que depararía la posterior intervención estadounidense en Vietnam.
En ese instante en el que Mankiewicz arranca su adaptación de la novela homónima de Graham Greene, Indochina todavía es la colonia francesa donde el Vietminh amenaza con poner fin al colonialismo e instaurar otro tipo de dictadura: la comunista de Ho Chi Minh. Este cambio supondría el final de una sociedad en la que la minoría francesa domina y somete a la mayoría asiática, a la cual emplea en sus fábricas y sus plantaciones, en el servicio doméstico o en los locales donde acuden los occidentales. Lo que está en juego no es el progreso, ni la libertad, ni la civilización, pues, como cualquier otra ocupación previa y posterior, lo que Francia se juega en Indochina son privilegios políticos y cuestiones territoriales y económicas. Aunque no lo obvia, Mankiewicz apenas se detiene en este aspecto de la realidad del momento, ni hace hincapié en que los occidentales sabían que no estaban allí para colaborar, sino para beneficiarse —lo da por hecho. Pero los cambios en el pensamiento del siglo XX, la identidad nacional asumida por los pueblos africanos y asiáticos —el movimiento liderado por Gandhi en la India es un ejemplo, quizá el más famoso y legendario— precipitó el cambio en la mentalidad del sometido, un cambio que tampoco puede censurarse, salvo que se vea desde la perspectiva del colonizador y del colonialismo, reacios a salir de los territorios de ultramar que legislaban y formaban parte de su riqueza económica. La liberación de estos países, fuese para instaurar un gobierno democrático autóctono o uno comunista pro-soviético, amenazaba el orden de las potencias occidentales.
André Malraux y Graham Greene escribieron sobre el conflicto bélico en Indochina y Marguerite Duras sobre la cotidianidad colonial, que conocía de primera mano —nació y se crió allí— y lo que vio y vivió marcaría su personalidad y su modo interpretar el mundo. Además de este factor común, los tres escritores también coinciden en que tuvieron contacto directo con el cine, aunque el único que no llegó a dirigir fue el británico. Aún así, han sido muchas, algunas muy buenas, las adaptaciones cinematográficas de sus novelas, aunque Greene repudió o criticó algunas películas basadas en sus obras, como sería el caso de The Quiet American, que fue la que menos le gustó. Su disgusto fue debido a las alteraciones que Mankiewicz introdujo en su adaptación, sobre todo, a nivel ideológico —Greene recriminaba que la película transformaba el tono anti-norteamericano de la novela en anti-comunismo. La opinión del escritor, aceptable, comprensible y subjetiva, no determina que estemos ante una mala película, al contrario. El film se aleja de la visión del novelista, en relación a los personajes y al desenlace de la historia que escribió a raíz de su estancia en Saigón, mas, al fin y al cabo, ya no era su obra ni obra suya. El hecho de que Mankiewicz asumiera su propia perspectiva se justifica en que, aparte de las diferencias entre cine y literatura, el cineasta siempre hacía suyo el guion de sus producciones (y esta era una apuesta personal, con la que pretendía dar continuidad a su productora Figaro), de modo que en el film domina su punto de vista, sus inquietudes y sus personajes, a pesar de que estos naciesen de la mente de Greene con una perspectiva crítica hacia intervencionismo estadounidense que el cineasta minimiza en su paso de las páginas a la pantalla.
Como apunto arriba, en 1952, Indochina vive un momento de conflicto armado que Mankiewicz asume como el escenario donde enfrenta, en un duelo de apariencias muy de su gusto, a Fowler y a Pyle, ambos obsesionados con Phuong, a quien el primero necesita para alejar de su mente su derrota existencial, mientras que el segundo quiere, a toda costa, convertirla en su mujer para ofrecerle su estilo de vida. Pero Mankiewicz deja claro desde el principio que su americano, más que puritano que tranquilo, nunca llegará a cumplir este punto de su agenda. Muestra su cadáver al inicio y, minutos después, introduce la analepsis que, como en la novela, nace del pensamiento de Fowler, que narra mentalmente los hechos pasados desde el presente al que regresará la acción para descubrir el engaño del que ha sido objeto, pues el periodista es el personaje en quien recae el protagonismo, es quien se engaña, engaña y, finalmente, sufre el desengaño.
Una gran novela, que volvería a ser llevada a la pantalla en 2002 por el australiano Phillip Noyce.
ResponderEliminarSaludos.
Sí, muy buena. Recuerdo que fue la primera que leí de Graham Greene. La versión de Noyce es más cercana o “fiel” a la novela. Su película también me gustó y tengo en mente dedicarle una entrada.
EliminarSaludos