viernes, 18 de marzo de 2022

El lápiz del carpintero (2003)


La adaptación cinematográfica realizada por Antón Reixa de la novela O lápis do carpinteiro, de Manuel Rivas, apunta grandeza pero se desinfla a medida que pasan los minutos y su narrativa desvela el artificio y la falta de magia y emoción, que sí se encuentran en la obra literaria. Reixa inicia el film con la promesa de un instante cinematográfico atractivo, que capta la atención, pero no cumple su promesa: la de ser el film que en realidad no es. Los primeros minutos del recuerdo de Herbal (Luis Tosar) resultan lo mejor de la película: presenta a los personajes, establece el conflicto histórico y gana en interés humano cuando se centra en los presos republicanos encerrados en la cárcel de Compostela, pero, una vez abandonado este presidio y sin un personaje clave como el pintor (Carlos Blanco), la trama se resiente y pierde en su intento de encontrar su propio camino. Prescindir de aspectos vitales en la narrativa del original literario —el deambular entre el pasado y el presente que humanizan y habitan en Herbal o la aparición del espectro del pintor como conciencia fantasma del carcelero que lo mata— es una elección que apunta a cómoda, aunque cualquier elección es en sí un riesgo, pues puede o no deparar el resultado narrativo esperado. Pero lo que aparenta comodidad no siempre es la mejor opción o no creo que en este caso lo sea: sustituir la memoria y el alma literarias por una linealidad temporal —la analepsis que engloba la historia que Herbal cuenta a una prostituta— que no complique la narración cinematográfica.



Introducir en el recuerdo la historia de Marisa (María Adánez) y su padre (Manuel Manquiña), para dotar de mayor conflicto emocional a un instante ya de por sí emocional y conflictivo, tampoco juega a favor del conjunto ni del resto de conflictos que se desarrollan a medias en El lápiz del carpintero (2003), como a medias se queda el conflicto emocional que persigue al narrador desde el pasado. La opción del director convierte a su film en un melodrama que pierde pegada, cuando el camino atractivo, como apunta en varios momentos, sería transitar sutilmente por la otra cara del alzamiento de 1936, la de los presos y represaliados, las víctimas de juicios sumarísimos, cuyo veredicto se había decidido de antemano, y de los paseos al amanecer que se produjeron los meses que siguieron a ese agosto de 1936 en el que, sin armas ni fuerzas, para evitar derramamiento de sangre, el alcalde compostelano, el editor y galleguista Ánxel Casal, entregó la ciudad a los militares sublevados que detuvieron a todo aquel que había tenido relación con el comité de defensa local. Pero esta es otra historia, aunque el personaje asome en las páginas y en las imágenes. La de Rivas y la de Reixa se centran en Herbal, en el doctor da Barca (Tristán Ulloa) y en Marisa Mallo, estos últimos inspirados en personas reales. Pero la elección de Reixa y como la expone en pantalla roba el alma a los personajes y los transforma en estereotipos como Zalo (Nancho Novo), el cuñado falangista que sirve al director para enfatizar e insistir en lo que ya sabemos (la intolerancia e irracionalidad de la sinrazón), o el padre de Marisa; e incluso el trío protagonista, sobre todo Herbal, a quien convierte en la sombra vacía de la sombra existencial literaria, enferma de espíritu y que vive entre dos tiempos y dos espacios (irrealidad y realidad; interioridad y exterior); y ese es el principal problema del film, que carece de alma herida.



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