miércoles, 13 de diciembre de 2017

Abel Sánchez (1946)



<<Y ahora, al releer, por primera vez, mi Abel Sánchez para corregir las pruebas de esta su segunda edición —y espero que no última— he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo malo; lo malo son los cainitas. Y los abelitas>>

Miguel de Unamuno. Abel Sánchez (prólogo) 

Desde su debut en la dirección, con esta fiel adaptación de la novela homónima de Unamuno, Carlos Serrano de Osma se distinguió de sus contemporáneos como un cineasta atípico, más reflexivo, experimental y arriesgado, que se distanciaba de la comedia y del melodrama que dominaban en el cine español de la década de 1940 para adentrarse en una complejidad cinematográfica y humana inusual por aquel entonces. Su alejamiento de las modas e imposiciones se manifiesta en todo su esplendor en Abel Sánchez (1946), en la presencia de la envidia, de las dudas existenciales, de la pesadilla en la que vive su protagonista, de ocultas pasiones del alma humana y de la lucha fraticida que nunca abandona las imágenes que componen esta espléndida película, cuyo inicio se produce en el interior de la casa donde agoniza Joaquín Monegro (Manuel Luna). Él es el personaje principal tanto de la espléndida y lúgubre alegoría literaria de Unamuno como de la fílmica de Serrano de Osma —que contó con el guion de Pedro Lazara, que también iniciaba en este drama su carrera profesional—, pues desde él se descubre que su vida ha girado en torno a la envidia que generó su idea de destruir y destruirse, una idea que silencia desde aquella juventud a la que accedemos cuando su historia retrocede en el tiempo para hablarnos de su amigo, casi hermano, Abel Sánchez (Roberto Rey).


Ajeno a la realidad de Joaquín y a cualquier otra que no sea la propia, Abel, simpático, popular y triunfador (según los cánones sociales), aviva con sus éxitos y con su carácter (de indiferencia natural) los celos y el odio de su amigo de la infancia. El egoísmo silenciado e inconsciente de Sánchez y la envidia <<angélica>> de Monegro marcan la relación entre ambos, como se comprende después de la introducción cinematográfica (conclusión de la novela) del agonizante, cuando la analepsis nos muestra a los dos amigos antagónicos charlando. El uno médico y el otro pintor, el primero un hombre que expresa sus sentimientos hacia Helena (Alicia Romay), su prima, a quien pretende antes de ser rechazado porque ella lo encuentra antipático. Pero esta misma mujer, cuyo interés se centra en su imagen, no rechaza a Abel, el generoso, el simpático, el artista y el triunfador. Su matrimonio agudiza el odio de Joaquín, pasión y furia desatada que provoca la obsesiva idea de que <<ellos se casaron para burlarse de mí; ellos se casaron contra mí>>, como, convencido, le asegura a Antonia (Mercedes Mariño). <<Por rebajarme, por humillarme, por denigrarme>>, esta sensación de humillación que lo sumerge en las profundidades de su alma nace de años viendo como su amigo gusta donde a él se le rechaza, lo cual genera la obsesión que le impide disfrutar de su propia existencia, porque, como dejó escrito el protagonista literario en su Confesión, <<he odiado como nadie, como ningún otro ha sabido odiar, pero es que he sentido más que otros la suprema injusticia de los cariños del mundo y de los favores de la fortuna>>. Al atormentado Joaquín solo parece importarle su relación con Abel, una relación que él mismo ve como la de aquel personaje bíblico de mismo nombre y la de su hermano Caín. Para Joaquín, la historia se repite: un triunfador agraciado y favorito y <<un desgraciado. Un hombre que sufre>>, como lo define Antonia antes de casarse con él, un ser atormentado que, dominado por la certeza de que nada de lo que hace se encuentra a la altura de los logros de su amigo, vive su existencia sin poder amarse. Las vidas de Abel y Joaquín marchan paralelas mientras los años transcurren y ambos alcanzan la edad en la que sus hijos han crecido, unido en matrimonio y engendrado un hijo en quien se mezclan las dos sangres, sangres de hermanos, sangres de amigos, pero sangres que se enfrentan en la idea de destrucción que nunca abandona a ese médico consumido <<porque he vivido odiándome; porque aquí todos vivimos odiándonos. Pero... traed al niño>>, concluye, quizá porque en su nieto represente la inocencia y la esperanza de poner fin ya no a su envidia, sino a la envidia colectiva, <<esa otra envidia hipócrita, solapada, abyecta, que está devorando a lo más indefenso del alma de nuestro pueblo>>.



(Entre comillas, extractos de Miguel de Unamuno. Abel Sánchez. 2ª edición)

1 comentario:

  1. Creo que vi esta película en TVE hace décadas, pero no estoy seguro. En todo caso tu magnífico artículo la podrá en circulación

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