sábado, 4 de junio de 2022

Costa da morte (2013)


Hay títulos que me llevan a engaño por razones subjetivas, concretamente emotivas en el caso de Costa da Morte (2013). Más correcto sería decir que me engaño al leerlo y me desengaño cuando veo que sus imágenes nada tienen que ver con la evocación que despertó en mí. Pero lo cierto es que no se trata de qué película quiero yo, sino de la que realiza el autor. Es su obra y la ofrece para que el público la valore y la sienta según aquellas emociones y sensaciones que despierte su visionado. La primera impresión que me generó esta experiencia audiovisual contemplativa fue algo así como decirme que, “aunque conozcas los lugares que asoman en la pantalla, no reconoces en ellos los espacios a los que asocias la Costa da Morte”. Los del audiovisual de Loís Patiño son el monte Pindo, en Carnota, y también el entorno costero que va de Fisterra a Malpica de Bergantiños o viceversa. Los conozco, mas no son los mismos. Patiño, nacido en Vigo, en la ría más meridional de Galicia, totalmente distinta a la costa aquí protagonista, se traslada a esa franja costera coruñesa y muestra una visión personal del espacio que contempla, sea el Pindo, la ría de Camariñas o la roca donde los “percebeiros” realizan su peligrosa captura en las aguas de Corme. Así, entre situaciones que conozco en la infancia, descubro otras que desconozco de niño y de joven de “mi Costa”, aquella que idealizo año tras año. Veo en las imágenes de la película caballos salvajes, “marisqueiras” a la captura de almejas en la ría de Camariñas, la procesión marítima del Carmen y todo y nada que pertenezca a mis espacios reales e imaginarios. Laxe, Ponteceso, Malpica, donde al mirar el mar abierto nunca observo bateas —en Corme instalaron unas experimentales en 2000, que cerraron apenas siete años después— que sí descubro más al sur, no las reconozco en las imágenes de Patiño. Las de su película no me transportan al litoral que evoco, de veranos alegres e inviernos duros y tristes en los que el llanto era una realidad. Me llevan a otro espacio vital, el suyo, donde inicialmente me siento perdido, invadido por una soledad en la que solo siento familiar la niebla que envuelve el plano general del monte donde varios hombres talan árboles. Esa niebla que se pega al suelo gallego, y que le cuesta alejarse de él, se iguala a mi rechazo del que me cuesta desprenderme ante una sucesión de momentos en los que reconozco que el cineasta vigués pretende y busca su poesía, estableciendo una relación entre lo que prepara y lo que espera, entre la tierra y el mar, en la presencia de la vida y la sombra de la muerte.



La poesía que despierta en mí el nombre Costa da Morte es memoria y olvido, mezcla amor, alegría, dolor y algo de morriña por lo que nunca volverá. Consciente de que nada de lo recordado puede volver, salvo en la forma espectral de lo que algún día pudo ser real, la poesía que retengo en mi memoria canta momentos que no se preparan, solo llegan y se van, como las olas en la orilla del mar. Otras rompen embravecidas y espumosas en la “Barca de Maghé” o en los “bajos de Baldaio” donde marineros conocidos dejan sus vidas, o un día del pasado golpean sin compasión a aquel furtivo que rompe sus huesos y su vida yendo al percebe en busca de pan. Y en la distancia de los años más infantiles, ya no sé si recuerdo o fantaseo que la playa de Area Maior se llena de naranjas que llegan del mar. No hubo luces nocturnas que provocasen ningún naufragio, solo el mar furioso que a veces se calma y acaricia la roca y la arena. Mi poesía es la alegría estival y la aflicción invernal, cuando me llevan donde no quiero y quiero ir, morriña de un tiempo pasado y otro por venir. Mirando en la distancia marina y abierta, un barco apenas visible navega la línea del horizonte atlántico susurrando a su paso la existencia de tierras lejanas, quizá la hermana Irlanda u otras costas allende el océano inexplorado. Supongo que de nada sirve nadar, moriría antes de llegar a las islas Sisargas o al cabo de San Adrián, pero mi imposibilidad no cambia que la Costa da Morte sea más que imágenes buscadas. Es el modo de sentir, amar, sufrir de sus gentes. Es el mirar a la vida que aún existía cuando niño, una mirada que quizá sobreviva o se haya ido perdiendo en el paso de un antes a este después en el que tierra y mar continúan entrelazadas y se ligan a perpetuidad al elemento humano, a esos hombres y mujeres que la siente suya, sin ser conscientes de que son ellos quienes les pertenecen. Regreso a las imágenes y siento que poco a poco comprendo otra mirada, la de
Patiño. Hay silencios y pausas, paisajes que hablan en sus formas y personas que recuerdan. Dos mujeres reparan la red de pesca y un hombre apunta la existencia de leyendas que da por veraces, leyendas que también escuché en la infancia. Alguien nombra el petrolero Prestige, pero se olvida del Casón, y dos pescadores lamentan que su costa lleve a su lado el sintagma preposicional “da Morte”, porque dicho así, asusta. No creo que quien haya pisado este duro y hermoso litoral se asuste, más bien comprenderá que la muerte es, como en cualquier otra parte, consecuencia de la vida y de sus fuentes de riqueza: la tierra y el mar. Allí, en esas frías aguas atlánticas, muere el sol cada día, es la única muerte bella y mágica, porque la suya es la promesa crepuscular de su siempre cumplido renacer. Y así, combinando las imágenes y los sonidos físicos de la película y las mentales que regresan, comprendo que Patiño hable para él, para los asiduos a festivales de prestigio y también para quien no ha sentido suya esa costa; y que en su discurso, íntimo, sensorial y poético, deja espacio para que los que sí la conocemos, contemplemos los propios, aquellos que de algún modo nos han marcado.



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