El crepúsculo de los dioses (1950)
Los principios y finales en los films de Billy Wilder suelen sorprender, pero quizás los más sorprendentes sean los de la espectral, negra, amarga y sin duda magistral radiografía del universo cinematográfico que realizó en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950). Wilder abre este brillante y oscuro encierro en el pasado con un primer plano del bordillo de una acera donde se lee Sunset Bvld. Mueve su cámara en un travelling sobre el asfalto donde introduce los créditos y, una vez concluidos, encuadra la carretera por donde circulan varias motocicletas y coches de la policía. La cámara siente tanta curiosidad como nosotros, y sigue a los vehículos hasta la casona donde el cineasta nos regala una pequeña e impactante muestra de su genialidad, al presentarnos la historia a través de Joe Gillis (William Holden), un guionista fracasado que aparece flotando en la piscina de una gran mansión de Sunset Boulevard, pero con la peculiaridad de que no está disfrutando de un plácido baño, está muerto.
Así comienza esta obra maestra del cine, con un cadáver que nos va a narrar su propia historia, la misma que le ha llevado a flotar sobre un manto cristalino, delimitado por azulejos, que siempre ha deseado porque, para él, representa el éxito que solo puede alcanzar en este principio-fin. Su exposición de los hechos se aleja de un discurso acusatorio o sensiblero, acepta que su final haya sido este y no otro. Su memoria traslada la acción hasta la habitación de su apartamento donde se le descubre sin blanca y acosado por dos cobradores de deudas que pretenden recuperar un vehículo que no ha sido pagado. Su huida en el coche que asegura no tener, inicia su desesperada búsqueda de un dinero que nadie le fía, dólares que evitarían la confiscación del auto que conduce. Como último recurso acude hasta los estudios Paramount. Allí suplica que le produzcan un libreto que a nadie interesa. La negativa, ligeramente disfrazada para no expresar a las claras que está acabado, le lleva de nuevo a la carretera, pero con la mala fortuna de ser descubierto por los sabuesos que no cejan en su empeño. Esta es la desesperada situación por la que atraviesa Joe Gillis, un hombre arruinado económica y moralmente, cuando una nueva intervención del destino provoca el pinchazo de una de las ruedas de su vehículo y le obliga a esconderse en una mansión que parece deshabitada. Hasta este punto de la película, Wilder ha prestado atención exclusiva al guionista, pero ahora, en la enorme casona, surgen dos extraños personajes, espectros del pasado: una actriz retirada, antaño estrella de cine mudo, que añora la admiración que produce ser un astro del celuloide, y su mayordomo, Max (Erich von Stroheim), misterioso, parco en palabras y nada amable con Joe. El guionista no tarda en descubrir que la actriz en cuestión es Norma Desmond (Gloria Swanson), a quien todo el mundo ha olvidado, aunque ella lo desconoce. Este nuevo giro en los acontecimientos precipita una extraña relación, con la que pretende sacar tajada, pero que le convierte en un nuevo personaje del mundo irreal desarrollado alrededor de Norma, donde un pequeño descuido produciría una enorme conmoción en la frágil salud mental de la diva. Inicialmente ambicioso y amoral, Joe cede a las pretensiones de la estrella, aunque no lo hace por un sentido altruista sino para sacar provecho, sin percatarse de que su suerte ha vuelto a cambiar, y nada sale como había imaginado en un principio, atrapado dentro de una situación límite que le desborda y que le pide a gritos que escape de esa mansión anclada en un tiempo pretérito.
El Crepúsculo de los Dioses es un largometraje desmitificador, duro, negro, corrosivo, que muestra el mundo del cine desde una perspectiva crítica nada complaciente, cuestión que provocó las reticencias de personajes importantes dentro de la industria cinematográfica, pero a Wilder eso le daría igual, porque él creía en la historia que desarrolló al lado de Charles Brackett y D. M. Marshman Jr., la misma historia que por momentos parece la propia de Gloria Swanson, estrella del cine mudo olvidada por el público y los estudios tras la irrupción del cine sonoro. Algo similar le ha sucedido a Norma Desmond, que sueña con regresar por la puerta grande, sin darse cuenta de su esplendor se apagó tiempo atrás. En un determinado momento del film, la actriz acude a la Paramount y se encuentra con el director que la había encumbrado, Cecil B. DeMille, pero nadie la recuerda, salvo quizá este realizador que la observa, consciente de que la actriz jamás volverá a rodar. En ese instante queda clara la postura de Wilder, aquella que crítica abiertamente la ingratitud de un sistema que no duda en usar y encumbrar a los suyos hasta que llega el momento del olvido, el momento de tirar a los que ya son improductivos o molestos, como sería el caso del personaje de Stroheim, el antiguo director de la estrella moribunda y el ahora reconvertido en criado de esa mujer a quien intenta proteger de sí misma y del olvido externo de cual él es otra víctima, como también lo es el personaje de Buster Keaton, que acude a la mansión a revivir un instante de esplendor ya desaparecido. Este momento resulta desgarrador, y refleja la poca importancia que tiene la persona real en un mundo que no es lo que parece, como tampoco es lo que parece la antológica escena final de Norma Desmond, cuando las cámaras de los reporteros llenan la casa a la espera de que baje por las escaleras en una conclusión memorable, y cuando lo hace se la observa totalmente alejada de la realidad, convencida de que se está produciendo su regreso triunfal ante un público que la adora; y de ese modo, en un inolvidable primer plano, Norma Desmond alcanza aquello que tanto anhela.
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