sábado, 18 de julio de 2020

Fiebre del sábado noche (1977)


Hay películas que sin pretenderlo son reflejos de las distintas realidades sociales de su época. No nacen para realizar un análisis sociológico del momento, sino que surgen como parte del propio instante en el que se vive. Son films que solo a posteriori se pueden analizar considerando los rasgos y características que los definen y diferencian su entonces de otros anteriores y posteriores. Pero cuáles fueron las intenciones de los autores es una pregunta que no puedo responder, porque sencillamente no son obras mías. Lo que a mí me corresponde, como a cada espectador, es aburrirse, divertirse, bostezar, reír o sacar conclusiones. Por ejemplo, películas de la década de 1960 reflejan nihilismo, miedo, enfrentamiento, violencia, consecuencia del momento, de las protestas, del pánico a un hipotético conflicto nuclear, de la decepción que podía sentirse en varios puntos del globo terráqueo. Pero a mediados de la década siguiente, el cine sufre su enésima transformación porque la sociedad también cambia: se potencia la fuga de la realidad, no solo juvenil, y se agudiza el consumismo, la publicidad y la superficialidad que encuentro en Fiebre del sábado noche (Saturday Night Feaver, 1977). Poco me importa que fuese un fenómeno social y un éxito comercial o que la imagen de Tony Manero (John Travolta) se convirtiese en un icono cinematográfico de finales de los setenta, o que John Badham emplease la steadicam —desarrollada por Garrett Brown—, como habían hecho con anterioridad (y con mayor acierto, opino) Hal Ashby en Esta tierra es mía (Bound for Glory, 1976), John G. Avildsen en Rocky (1976) o John Schlesinger en Marathon Man (1976). No me importa porque me parece una película mediocre que se ajusta a un cine mediocre que alcanzaría su cota popular más hortera en Grease (Randal Kleiser, 1978), otro film con Travolta de protagonista. La primera vez que la vi, allá por la década de 1980, no encontré nada que me hiciese pensar que Fiebre del sábado noche valiese dos horas de mi vida adolescente, pues lo único que descubrí fueron los pasos chulescos de Tony, al ritmo de la música de los hermanos Gibb, las coreografías discotequeras, que apuntaban cierta tendencia a la homogeneidad, a liberación sexual o, aunque minoritarios, a la irrupción de ritmos latinos en pistas de baile que los Maneros neoyorquinos asumían como escenarios vitales, donde el escapismo de una realidad hiriente (como cualquier realidad y época lo es para minorías marginales y la masa obrera) sustituía al difunto sueño americano. Aquella falta de conexión con el film de Badham todavía existe, y nada ha cambiado. No conecto con ella, pero la considero muy superior a Flashdance (Adrian Lyne, 1983), Footloose (Herbert Ross, 1984) o Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987), películas que encuentran en la música y en el baile excusas que no logran ocultar su falta de ideas o la falsa rebeldía de una generación que no pisa con fuerza, simplemente creía que bailaba a contracorriente.


El paso del tiempo me ha hecho más benévolo y paciente; miento. Me ha hecho más gilipollas y más de espacios al aire libre que de discotecas, pero ¿tanto como para volver a ver el film de 
John Badham? Eso parece, pues no hace mucho volví a ella, aunque esta vez era del todo consciente de su banda sonora, de la simpleza de la trama y de su crítica social, y del vacío a llenar por ese bailarín hortera y patético, víctima de la moda y de la sociedad en la que vive y que amenaza con arrebatarle sus ilusiones, un personaje made in Hollywood (de los 70 y 80) en busca de sí mismo, al que dio vida Travolta. Ninguno de estos tres factores, que conectaron con el público de la época —por entonces, en su mayoría, tan jóvenes como el protagonista y tan necesitados de demostrar su carnalidad y el rechazo a sus "viejos" en las pistas de baile—, resultan insuficientes para que hoy opine diferente a ayer. Me gusta la diversión como al que más, pero, por mucho que los personajes busquen divertirse, ni me divierten ni entretienen. En realidad, no creo que solo salgan a divertirse, algunos buscan o intenta disfrazar su conformismo, su falta de expectativas y de sueños, sus ausencias, similares a las que se descubren en gran parte del cine hollywoodiense que se estaba imponiendo hacia finales de la década. No obstante, Badham pretende transcender (aunque dudo que lo lograse) y para ello habla de la emoción de ser joven, también de la dificultad que implica o de la negativa a plantearse un futuro, quizá porque Manero y demás bailones y bailonas no desean que llegue ese algún día, no muy lejano, en el que ellos mismos acaben siendo la imagen de la derrota que en el presente observan en sus padres. De ahí que el baile y la disco sean vías de escape para Tony, puesto que le posibilitan huir de la realidad familiar y laboral y le permiten sentirse especial, sentirse el número uno en algo, aunque ese algo sea tan insignificante (o para él tan vital) como gastar suela en la pista donde suena el discotequero falsete de los Bee Gees o la manipulación electrónica de la Quinta de Bethoveen. Así pues, el héroe de la disco es un joven de diecinueve años que asume una vitalidad que se sabe efímera, mientras intenta sobrevivir como puede a la precaria economía familiar —padre (Val Bisoglio), desempleado; madre (Julie Bovasso), ama de casa, su hermano Frank (Martin Shakar), acaba de colgar los hábitos, y la abuela (Nina Hansen) posiblemente carezca de pensión—, a su trabajo en la droguería donde aguarda la paga semanal para gastar en la disco o en una camisa que le favorezca (o no), a sus amistades o a bailes, celos, frustraciones y atracciones/rechazos sexuales con Stephanie (Karen Lynn Gorney) y Annette (Donne Pescow).



No hay comentarios:

Publicar un comentario