viernes, 24 de julio de 2020

Richard Jewell (2019)

Cual John Ford en parte de sus películas, Clint Eastwood, en otras tantas de las suyas, recorre la historia estadounidense, deteniéndose más en antihéroes que en héroes, desmontando la leyenda a partir de pequeñas historias que forjaron los mitos que desmitifica en Sin perdón (Unforgiven, 1992) o que no tienen cabida en Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993), salvo en la infantil ingenuidad del niño protagonista. Prácticamente al inicio de su carrera como director, Eastwood dio la espalda al típico héroe norteamericano, lo hizo con gran acierto en El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), western donde no hay lugar para héroes o heroínas, ni para pensamientos incuestionables y totalitarios que insisten en salvar el mundo de villanos, a pesar de que el mundo no necesite ser salvado de un supuesto mal por un bien impuesto. El mundo antihéroico y violento que nos descubre El fuera de la ley necesita aceptar y aprender de su diversidad, de la humanidad imperfecta, de la carnalidad y de la riqueza emotiva que habla en silencios. Habla de comprensión, tolerancia y convivencia, de relacionar individuos que juntos forman un grupo heterogéneo que no precisa palabras para comprender, aunque se hayan visto forzados a ello, y aceptar que la frustración, el dolor, la superación o la alegría son comunes a todos ellos, que son parte de las vueltas y más vueltas sobre el eje que giran sus vidas, desde el primer hasta el último día.



Todo es intermitente, reflexionó un despistado frente a un semáforo en ámbar. Se da a cuentagotas o a regañadientes, porque todavía vivimos en una primera infancia, caprichosa y ciega. Nos aferramos a vivir en pañales y, mirando atrás, la historia se burla y se ríe de lo poco que hemos aprendido. Se ríe de nuestra madurez impostada, se troncha de nuestra presunción de inteligencia y de nuestros logros. Duda de nuestro pírrico progreso, aunque nos defendamos con "ahora volamos al espacio", "somos más libres y muchos somos democráticos, pero apoyamos la nuestra y no la vuestra" o "nos relacionamos en redes impersonales donde la exhibición se hace pasar por sensibilidad y sentimiento". De niños, luchamos por vivir nuestras existencias lo más ligeras posibles, lógico, e incluso obligamos a los compañeros de guardería a aceptar nuestra postura babeante; si no, amenazamos con un "te pedorrearemos desde la cuna". La historia comenta que en algún momento existieron contrarios sin baberos, que hubo enfrentamientos e intentos de abrir caminos hacia cierta madurez humana. Josey Wales la acaricia cuando acepta las responsabilidades de las que ha estado huyendo desde la muerte de su familia o, mismamente, "Schofield Kid" encuentra su oportunidad de despertar cuando comprende que la leyenda difiere de la realidad. Crear héroes, creer en ellos, confiar en ellos, que resuelvan nuestros problemas, o acaso sentir la ilusión de que uno mismo es el héroe son situaciones naturales y beneficiosas en la infancia. Se desarrollan en juegos, fantasías y otras experiencias creativas que pueden ayudar a potenciar capacidades que formarán parte de nuestra complejidad. Pero, a medida que las desarrollamos, maduramos. Al menos, eso decimos, y mientras tanto asumimos que esa figura heroica e infantil ya no es necesaria para protegernos (como sucede con la protección materna y paterna). Finalmente, aunque lo hagamos a regañadientes, algunos nos deshacemos o prescindimos de ídolos y de imágenes infalibles que insisten en que están ahí para librar al mundo de amenazas y para salvaguardarlo de quienes no comulguen con él. Desde Firefox (1982) dudo que en la filmografía de Eastwood el héroe asome como tal, puesto que, salvo ese piloto reaganiano, fruto de la guerra fría y de la propaganda, ningún otro personaje suyo lo es. Solo son hombres con pasado, a veces queriendo huir de él, con presentes inciertos, algunos sin futuro e incluso los hay que, como los astronautas de Space Cowboys (2000), están de vuelta de todo.



La desaparición del héroe suele producirse en la edad adulta, supuestamente cuando se comprende que lo idealizado en la infancia solo es ideal y (a la vez) posible durante ese breve periodo de nuestra existencia. Esto no quiere decir que no haya hechos extraordinarios o imprevistos que requieran intervenciones especiales, que suelen ser reacciones reflejas ante una causa inesperada que desestabiliza lo ordinario; como le sucede a Sully cuando debe tomar la decisión de posar el avión sobre el Hudson, o a los tres amigos que recorren Europa para divertirse y se ven en la tesitura de arrojarse contra un desconocido armado, o a los soldados que, lejos de su hogar, colocan la primera y la segunda bandera estadounidense en Iwo Jima. Cualquiera de estos personajes corrobora la inexistencia del héroe y confirma al hombre corriente que, por un breve instante, deja de serlo. Esto nos lleva a la existencia del momento heroico, que existe tanto en nuestra realidad como en las ficciones de Eastwood. En sus películas cualquiera podría fallar, mirar hacia otro lado, dudar o actuar sin pensar, pero Richard Jewell o Sully escogen actuar conscientes de no ser héroes, actúan porque el momento les exige dar el paso y asumir responsabilidades. Sin embargo, la complejidad estadounidense (que se ha extendido más allá de sus fronteras) necesita crear la fantasía del héroe, que sustituyen por otra similar cuando la anterior ya no vende o cuando se crean nuevas imágenes que renueven la ilusión que tranquiliza conciencias, o quizá las sede. Puede que todo esto sea fruto de una contradicción innata o de una madurez inmadura, acaso del infantilismo que ha colonizado otros lares gracias a, entre otros medios, el cine, la televisión y el mito del gran "héroe americano". Dicho infantilismo concede suma importancia a la existencia de ese héroe, ese alguien a quien admirar y a quien destacar por encima del resto de los mortales. Da igual que no exista, puesto que, como hacen los pequeños de la guardería, héroes y heroínas se pueden inventar y creer que son reales. Puede que se deba a la necesidad de sentir seguridad, de que todo está controlado o de que alguien vela por el modo de vida con el que les han arropado desde la cuna. Es como si llegado el momento de peligro, ese alguien les salvará de cualquier brusco despertar. La ilusión de seguridad, la de confiar en que todo será igual que ayer, que alguien les sacan las castañas del fuego, forma parte del infantilismo sobre el cual gira la existencia de Hollywood, pero no la del cine de Clint Eastwood, que, una vez más, nos habla de todo ello en la excepcional Richard Jewell (2019).



Aunque ya lo había hecho en anteriores producciones, de hecho, creo que lleva haciéndolo desde prácticamente el inicio de su carrera detrás de las cámaras y, si me apuro, también delante: ¿Harry el sucio es o no el típico héroe estadounidense? ¿Vive en un mundo idílico o asume que su postura de fuerza ayuda a crear esa sensación de seguridad que demanda el ciudadano, aunque de cara a la galería la mujer y el hombre de la calle censuren su violencia? Harry no es un héroe, ni quiere serlo, es un tipo duro en un entorno que lo endurece o le exige estar a la altura de su ferocidad. Esa inexistencia del héroe y el estar a la altura de las exigencias de un determinado momento se agudizan en sus últimas películas, quizá porque Eastwood se inspira o se basa en sucesos reales que le sirven para realizar un estudio más complejo sobre el héroe y el heroísmo en Estados Unidos. Si lo primero resulta inexistente, lo segundo existe en un momento determinado que demanda ese comportamiento fuera de lo corriente, que sirva a un bien común: Sully (2016) o los tres excursionistas de 15:17 Tren a París (The 15:18 to Paris, 2018). El piloto debe decidir en pocos segundos y el trío de amigos actúa movido por un instinto que les lleva a la heroicidad, que también se observa en otros pasajeros, puesto que la heroicidad no deja de ser un acto "reflejo" frente a ese momento determinado que lo causa (o que podría haber causado una parálisis, ya que, ante dos situaciones idénticas, no se actúa exactamente de igual forma).



Richard Jewell (Paul Walter Hauser), de 33 años y ex-policía, vive con su madre (Kathy Bates) y trabaja de guardia de seguridad en los conciertos y eventos que se celebran en Atlanta durante los Juegos Olímpicos de 1996. A pesar de su apariencia infantil, se toma en serio su trabajo, quizá tanto que algunos no le toman en serio, pero, en un instante, todo cambia. Algo llama su atención, sospecha, ve la mochila abandonada y da la voz de alarma. Quizá alentado por su imaginación, por los programas de televisión o por su deseo de servir a su país y a sus ciudadanos, sospecha que dentro hay una bomba. Gracias a su intuición, la carga estalla con menor coste de vidas y de heridos. Su intervención minimiza la tragedia, la prensa ensalza el hecho y vitorea al héroe: ¡Viva, Jewell! Su rostro aparece en los medios, aunque Richard es el mismo de siempre. No obstante, los demás lo ven diferente -en realidad, lo ven por primer vez-. Los hay que, como el representante de una editorial, lo contemplan con ojos de dólar, conscientes de que el negocio es el único héroe real en el país de los héroes. El empresario lo sabe, como sabe que un momento así se aprovecha, de ahí que piense en la viabilidad comercial de la autobiografía de Jewell, en el dinero que le reportará la historia de ese don nadie que escapa del anonimato para vivir su suspiro de gloria. Pero Richard no lo ve así. Lo interpreta como parte de su labor y la de los compañeros que estuvieron allí, al pie del cañón, colaborando cuando hubo que arrimar el hombro. Esa es la heroicidad, el actuar y el colaborar cuando la situación lo demanda para un beneficio común. Lo demás, como se verá a partir de entonces, es circo mediático, paranoias y ambiciones personales como las perseguidas por la periodista que publica el artículo que pone en entredicho a Richard, quien, tras ser aplaudido como héroe, se ve acosado por el FBI. Si el periodismo de Kathy Scruggs (Olivia Wilde) es de juzgado de guardia, la investigación de los agentes especiales es abusiva, puede que demencial, aunque Richard aguanta el tipo y, con ayuda de su madre y de su abogado (Sam Rockwell), resiste y se aferra a su sencilla interpretación de la vida, a su modestia y a la sinceridad de la que se sospecha, quizá porque si se cree en la existencia de héroes, también se cree en la de los villanos, como parecen aferrarse los agentes que acosan al protagonista porque no comprenden que un acto heroico nace sin previo aviso, nace en un momento extraordinario que exige actuar fuera de lo ordinario.

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