La batalla del raíl (1945)
Las primeras
proyecciones del cinematógrafo de los hermanos Lumière fueron
capturas de realidad. No había narrativa, solo la
curiosidad y la intención de captar instantes cotidianos como la
salida de los obreros de la fábrica o la llegada del tren. En esas
imágenes se encuentra el origen del documento cinematográfico y,
por supuesto, del cine. En realidad, los Lumière no
sospechaban las posibilidades de su invento, pero abrían el camino que, tiempo después, se bifurcó en narrativo y documental; incluso abrían una tercera vía, mezcla de
ambas perspectivas. Pero todo eso llegaría más adelante, surgiría de la
inventiva, del desarrollo tecnológico y también de las distintas necesidades de cada momento,
como apunta el origen del neorrealismo italiano de posguerra, que
aunaba intenciones documentales y narrativas para mediar entre la
realidad y el público. En 1945, el mismo año en el que Roberto Rossellini prestaba su atención a la resistencia italiana en Roma, ciudad abierta (Roma,
città aperta, 1945), René Clément hacía lo propio en La batalla del raíl (Bataille du rail, 1945), un film que aportaba realismo al cine francés de la inmediata
posguerra, pero su intención realista apenas tuvo continuidad en el tiempo. Las circunstancias de Italia y Francia tras el conflicto bélico diferían —el primero era un país derrotado, que había vivido dos décadas de dictadura fascista, y el segundo una república, que asumió una postura victoriosa tras cuatro años de ocupación alemana—, como también distaban sus situaciones sociales anteriores a la guerra. La necesidad apuró al cine italiano, que por fin pudo expresarse con libertad; mientras que al francés lo condicionó la reconstrucción de su industria cinematográfica nacional. Además, el rechazo del público a películas críticas que encarasen el presente y el pasado reciente, quizás, explique en parte que los cineastas franceses siguiesen otros caminos.
Hoy, La batalla del raíl se disfruta tanto por su valor histórico como por su espléndida mezcla de ficción y verismo, pero también por ser un caso aislado del realismo francés de
posguerra que finalmente no fue más allá. Pero fue un espléndido intento y una de las grandes
películas de Clément, de quien no me cuesta escribir ni creer que fue
fundamental en el renacer del cine galo de posguerra —junto a los Allegret, Autant-Lara,
Bresson, Becker, Clouzot, aunque este tendría que esperar un par de años para volver a dirigir, Carné o al Duvivier de Pánico (Panique, 1946). Tampoco dudo de su sensibilidad humanista, me
la confirma Juegos prohibidos (Jeux interdits,
1951), ni de su capacidad narrativa, por ejemplo en Los malditos (Les maudits, 1947), ni de su cultura, tanto
literaria como cinematográfica; esta última la corrobora la secuencia
del acordeón que rueda sobre el suelo hasta detenerse, después de
que el tren que transporta tropas y vehículos bélicos alemanes
descarrile como consecuencia de la intervención de la Resistencia.
Las imágenes podrían pertenecer a Arsenal (1929), pero
no. Se trata del homenaje que el realizador rinde a Aleksandr
Dovzhenko en un momento puntual de su primer largometraje,
obra clave de la posguerra, aunque hoy, como tantas
otras grandes películas de su época, viva ignorada por la cultura de consumo instantáneo.
Cierto es que La batalla del raíl responde a una necesidad concreta de un momento concreto; necesita mostrar la importante labor de resistencia en la Francia ocupada, quizá para remarcar que no se quedaron de brazos cruzados. Esto aún le confiere mayor atractivo a la mezcla de realidad y representación de la misma que expone instantes de la ocupación durante la Segunda Guerra Mundial. Y lo hace de la mano de un cineasta que, aunque se enfrentaba a su primer largo, no se trataba de un director sin experiencia, sino de uno que había realizado varios cortometrajes documentales previos; de hecho, inicialmente, La batalla del raíl fue planeada como otro corto documental. Pero, para dejar mayor constancia de
la lucha francesa en las sombras, la Resistencia, que financió parte
del film, vio con buenos ojos aumentar su metraje y el resultado fue un homenaje a los ferroviarios franceses en territorio ocupado, anónimos que abrazaron la lucha clandestina y las labores de
sabotaje puesto que,
como apunta la leyenda con la que Clément abre su película,
<<los trenes son una primera forma de resistencia>>. Al contrario que la lucha expuesta por John Frankenheimer en El tren (The Train, 1966), la desarrollada por el cineasta francés carece de antagonismos y
protagonismos individuales. La lucha de los empleados del ferrocarril en La batalla del raíl
es coral y anónima. Ambas películas desarrollan instantes de un mismo tiempo centrando la atención en los ferroviarios que colaboran con la Resistencia para entorpecer los
transportes alemanes. Sus acciones retrasan el traslado de tropas,
suministros y armas. Es su lucha cotidiana, aquella que ocultan en su
día a día laboral, durante cuatro años en los que no cruzan de
brazos. Pero no considero correcto decir que la expuesta por Clément
sea cotidiana, como tampoco lo es la del film de Frankenheimer, que se centra en un hecho puntual. Clément generaliza, pero, a medida que avanzan los minutos, presta mayor atención al momento que sigue a
la noticia del desembarco aliado en Normandía y ubica la mayor parte de su
duración en el verano de 1944. El avance aliado aumenta la actividad
de sabotaje para entorpecer el transporte de material bélico alemán al frente occidental, aunque
lo interesante del film reside en la importancia que el realizador concede a los detales, a los sonidos y al ambiente. La suma da como resultado su tono realista, por momentos,
casi documental, uno que permite observar otra cara del desembarco,
la que nos acerca a trabajadores que ocultan
fugitivos, transportan panfletos o anteponen la libertad de
Francia a sus vidas, sacrificio que se muestra en toda su humanidad
en la secuencia donde varios resistentes aguardan la muerte frente al paredón donde una mano toma la de su compañero en un gesto y un momento
cinematográficos impagables.
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