domingo, 16 de febrero de 2020

Arsenal (1929)


La modernidad de
Aleksandr Dovzhenko se encuentra en su mundo interior y en el cómo desde este interpreta el exterior y lo plasma en imágenes. Es subjetivo y poético, de ahí que sus formas cinematográficas prioricen sus impresiones de vida. En sus películas aúna tres perspectivas: pictórica, lírica y fílmica, que cobran un solo cuerpo. Como pintor filma cuadros, como poeta canta al pueblo y a la tierra ucraniana, como director de cine confiere movimiento a planos que se suceden vertiginosos entre angulaciones o travellings, pero también detiene el tiempo. Esto sucede en Arsenal (1929), su segundo largometraje (y quinta película), donde juega con el espacio-tiempo ya desde su inicio, cuando establece conexión entre pasado y presente, entre una madre que sufre, la tierra improductiva donde yace su esperanza, el hambre que provoca el llanto de los niños, que son los hijos de Ucrania que perecen en el frente o que regresan de la Gran Guerra. Los planos de la mujer se intercambian con los del tren en el que los soldados ucranianos retornan a su tierra, con las imágenes de un pueblo desolado, donde una joven es acosada por la autoridad y un hombre camina sobre su pierna, la única que posee, con la secuencia del anónimo que tira con la mano que le resta de las riendas de su flaco caballo en el campo sin cultivar donde recuerda su mísera infancia. Dovzhenko traslada la acción a las trincheras de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Bombas, explosiones, el asalto de los soldados y el gas de la risa anteceden a la imagen del soldado alemán que ríe y al plano de la mano semienterrada que precede al cuerpo, también semioculto bajo la tierra, aunque no su rostro, cuya sonrisa mortuoria impacta en la pantalla.


Es la guerra y
Dovzhenko la capta en su horrible plenitud previo pausar el tiempo en la imagen de la silueta del soldado que se niega a luchar, se niega a seguir muriendo por aquellos que los han sometido y obligado a combatir. Poco después, el cineasta regresa al tren en el que los soldados vuelven al hogar. Muestra el movimiento de la máquina, pero no lo hace desde el contacto de las ruedas con los raíles, sino a través del ir y venir armónico del acordeón que, poco después, servirá para omitir el descarrilamiento, sustituido por la caída del instrumento musical sobre el terreno. El arranque de Arsenal es pasión, pausa, explosión, desenfreno y simbolismo. Es la presentación del pasado y del presente de miseria, dolor y muerte. Ambos tiempos se confunden para anunciar vida, pues en el cine de Dovzhenko vida y muerte caminan de la mano. Contemplamos la impresión cinematográfica de las causas que depararán la huelga y el alzamiento de los humillados y sufrientes, del pueblo obrero ucraniano al que canta el director. En la obra del cineasta, salvo en Aerograd (1935), su Ucrania natal siempre está presente, aunque no se trata de una cuestión de nacionalismo, sino de amor a sus gentes y a esa tierra que le vio nacer. Es un poeta, no un político, aunque en películas como Arsenal exista posicionamiento político, y no lo oculta, todo lo contrario, pero no es el del Partido, sino el que fluye de una postura revolucionaria propia. De la generalización de rostros proletarios pasa a individualizar a los oprimidos en Timosh (Semyon Svashenko), el héroe anónimo del pueblo, el soldado que afirma sin miedo a morir que <<soy un obrero ucraniano>>, puesto que, como representación de todos los revolucionarios y revolucionarias ucranianos, a quienes el realizador dedica su loa cinematográfica, su figura es inmortal, contra ella nada puede la opresión ni las balas, no puede ser destruida porque su cuerpo escapa de lo humano y asciende a símbolo.

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