viernes, 14 de febrero de 2020

El cuarenta y uno (1956)



Cada vacío de poder pide a gritos que lo llenen, aunque no hace falta que insista, pues los candidatos gozan de buen oído y, con presteza inusitada, acuden a la llamada; no vaya a sentir desplante o que otros lo abracen primero. La muerte de Stalin, en marzo de 1953, no iba a detener este relevo, por otra parte esperado por muchos. Su vacío no tardó en ser ocupado por varios altos cargos del Partido. Fue un instante breve, puesto que el poder rechaza repartirse e invita a intrigas "palaciegas" y a movimientos en la sombra, quizá como los que habían aupado al propio Stalin al puesto vacante, y después a Kruschev. Pero si el relevo de poder se cumple, sí o sí, no siempre se producen cambios en el devenir de los hechos históricos. Sin embargo, con el nuevo líder, sí se produjo un giro en la política soviética. El nuevo enfoque no escondía su crítica al estalinismo en su ligero liberalismo, impensable en el periodo anterior, que se produjo en distintas fases hasta que desapareció hacia finales de la década de 1960. Con la imposición del "realismo socialista", el cine soviético (y demás artes) había sufrido un descenso de calidad y creatividad, que resultó alarmante durante la posguerra, así que, por muy mal que lo hiciese Kruschev, peor no podía ir en la nueva Era. De hecho, mejoró, y mucho. Por fin, tras dos décadas oscuras, de férreo control, los cineastas y los escritores se libraban de un realismo que había dejado de ser realista, de las biografías de celuloide, de comedias de consumo rápido y de las superproducciones a mayor gloria de Stalin. Este soplo de libertad cinematográfica deparó que otras perspectivas asomasen en la pantalla, más interesantes y menos sesgadas, aunque lo fueran. Entre ellas despuntó el romanticismo escogido por Grigori Chukhrai para dar forma a El cuarenta y uno (Sorok pervyy, 1956), la segunda adaptación de la novela de Boris Lavrenev —la anterior versión la realizó Yákov Protazánov en 1927—, y también su debut en la dirección y una película que marcaba distancias respecto a la "pobreza" creativa anterior —e iniciaba una senda propia que alcanzaría su cota máxima en su siguiente trabajo: La balada del soldado (Ballada o soldate, 1959).


La primera imagen de El cuarenta y uno la introduce un narrador que evoca otro tiempo, dice de ilusión, y recuerda la revolución. Su voz cumple una misión crítica, pues, expresando la ilusión del pretérito anterior, apunta la desilusión del pasado reciente del que Chukhrai hablará con mayor precisión en Cielo puro (Chistoe nebo, 1961). Ahora no necesita explicitarlo, o no puede hacerlo, y se deduce del salto temporal que omite el periodo estalinista. Por lo demás, dicha voz carece de importancia significativa en la narración que posteriormente introduce la escena que descubre a la aguerrida y letal francotiradora protagonista, disparando sobre sus víctimas número treinta y nueve y cuarenta. Más adelante se comprende que también es una joven soñadora, sentimental y en conflicto. Maria Filatovna (Izolda Izvitskaya), conocida entre sus camaradas como "Marushka", ama la utopía proletaria y, con el tiempo, amará a un oficial del ejército blanco. Estos dos amores depararán su conflicto —entre el colectivo que defiende y el individuo a quien descubre. Su lucha interna, inexistente cuando dispara sobre cada uno de los "blancos" abatidos, concede dimensión humana y emocional a la francotiradora, y matiza su aparente impasibilidad inicial, cuando dispara sobre dos jinetes en la distancia, momento durante el cual solo ve dos símbolos de represión, pobreza y esclavitud, siglos de golpes, injusticias y humillaciones al proletario al que pertenece. En la escena de la presentación de Maria, Chukhrai no solo introduce la guerra, la hostilidad del desierto de Karakum (donde desarrolla la primera parte de la película) o la destreza de la joven con el fúsil, presenta la impasibilidad de la heroína, su deshumanización del enemigo. Esto lo expresará con palabras y gestos en su contacto con el número cuarenta y uno, el único soldado que sobrevive a una de sus balas. En ese instante, le llama "peste", todavía incapaz de ver al teniente Vadim (Oleg Strizhenov) como ser humano. Ve en él al Antiguo Régimen, a la enfermedad que erradicar, de ahí que no haya remordimiento en su conducta, ni exista duda en su elección ideológica, aunque ya se deja entrever humanidad y vulnerabilidad. En ella hay pasión y sensibilidad, como descubre el joven teniente durante la escena nocturna junto al fuego, cuando la muchacha lee una de sus poesías y él la anima a que adquiera las habilidades que le permitan pulir sus versos. Este contacto anuncia la intimidad que les permitirá conocerse, amar, discutir y perdonar, pero en la que no podrán olvidar el momento histórico en la que Chukhrai va tejiendo el destino de los personajes, de su historia de amor y de ilusión, pero también de imposibilidad y romanticismo, de consumar su amor y su tragedia, de sacrificar lo amado o permitir que corra hacia lo odiado. Todo ello se beneficia de la fotografía en color de Sergei Urusevski —colaborador de Mikhail Kalatozov en cuatro films, entre ellos Cuando pasan las cigüeñas (Letyat zhuravi, 1957) y Soy Cuba (1964)—, de sus tonos apagados y de la amplitud de los espacios naturales captados por la cámara, escenarios inabarcables como el desierto de Karakum (Asia Central), donde muchos revolucionarios encuentran la muerte durante la primera parte del film, el mar de Aral, cuyas aguas Maria compara con los ojos de Vadim —momento en el que ella acepta la atracción que crece desde la noche de la hoguera— o la playa de la isla donde el oficial blanco narra a la francotiradora roja la historia de Robinson y Viernes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario