La primera imagen de El cuarenta y uno la introduce un narrador que evoca otro tiempo, dice de ilusión, y recuerda la revolución. Su voz cumple una misión crítica, pues, expresando la ilusión del pretérito anterior, apunta la desilusión del pasado reciente del que Chukhrai hablará con mayor precisión en Cielo puro (Chistoe nebo, 1961). Ahora no necesita explicitarlo, o no puede hacerlo, y se deduce del salto temporal que omite el periodo estalinista. Por lo demás, dicha voz carece de importancia significativa en la narración que posteriormente introduce la escena que descubre a la aguerrida y letal francotiradora protagonista, disparando sobre sus víctimas número treinta y nueve y cuarenta. Más adelante se comprende que también es una joven soñadora, sentimental y en conflicto. Maria Filatovna (Izolda Izvitskaya), conocida entre sus camaradas como "Marushka", ama la utopía proletaria y, con el tiempo, amará a un oficial del ejército blanco. Estos dos amores depararán su conflicto —entre el colectivo que defiende y el individuo a quien descubre. Su lucha interna, inexistente cuando dispara sobre cada uno de los "blancos" abatidos, concede dimensión humana y emocional a la francotiradora, y matiza su aparente impasibilidad inicial, cuando dispara sobre dos jinetes en la distancia, momento durante el cual solo ve dos símbolos de represión, pobreza y esclavitud, siglos de golpes, injusticias y humillaciones al proletario al que pertenece. En la escena de la presentación de Maria, Chukhrai no solo introduce la guerra, la hostilidad del desierto de Karakum (donde desarrolla la primera parte de la película) o la destreza de la joven con el fúsil, presenta la impasibilidad de la heroína, su deshumanización del enemigo. Esto lo expresará con palabras y gestos en su contacto con el número cuarenta y uno, el único soldado que sobrevive a una de sus balas. En ese instante, le llama "peste", todavía incapaz de ver al teniente Vadim (Oleg Strizhenov) como ser humano. Ve en él al Antiguo Régimen, a la enfermedad que erradicar, de ahí que no haya remordimiento en su conducta, ni exista duda en su elección ideológica, aunque ya se deja entrever humanidad y vulnerabilidad. En ella hay pasión y sensibilidad, como descubre el joven teniente durante la escena nocturna junto al fuego, cuando la muchacha lee una de sus poesías y él la anima a que adquiera las habilidades que le permitan pulir sus versos. Este contacto anuncia la intimidad que les permitirá conocerse, amar, discutir y perdonar, pero en la que no podrán olvidar el momento histórico en la que Chukhrai va tejiendo el destino de los personajes, de su historia de amor y de ilusión, pero también de imposibilidad y romanticismo, de consumar su amor y su tragedia, de sacrificar lo amado o permitir que corra hacia lo odiado. Todo ello se beneficia de la fotografía en color de Sergei Urusevski —colaborador de Mikhail Kalatozov en cuatro films, entre ellos Cuando pasan las cigüeñas (Letyat zhuravi, 1957) y Soy Cuba (1964)—, de sus tonos apagados y de la amplitud de los espacios naturales captados por la cámara, escenarios inabarcables como el desierto de Karakum (Asia Central), donde muchos revolucionarios encuentran la muerte durante la primera parte del film, el mar de Aral, cuyas aguas Maria compara con los ojos de Vadim —momento en el que ella acepta la atracción que crece desde la noche de la hoguera— o la playa de la isla donde el oficial blanco narra a la francotiradora roja la historia de Robinson y Viernes.
viernes, 14 de febrero de 2020
El cuarenta y uno (1956)
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