viernes, 7 de febrero de 2020

La tierra de la gran promesa (1974)


Las diversas interpretaciones de los hechos y de los sucesos históricos dan forma a la Historia que llega hasta nuestros días y damos por válida. Cuando somos niños damos por hecho que el pasado es tal como nos lo cuentan en la escuela o en los libros que en ella se manejan, pero ya de adultos convendría ampliar miras y cuestionar la objetividad de los subjetivos que han estudiado los hechos acudiendo a las fuentes disponibles, a veces escasas, también omitiendo esto o aquello e incluso, como
Heródoto, tomándose licencias literarias para dar gracia al asunto. La Historia no consiste en señalar y memorizar fechas o anécdotas, que si bien pueden resultar simpáticas o sorprendentes solo satisfacen la curiosidad y la demanda de quienes no tienen tiempo ni ganas para más. Su estudio resulta un trabajo complejo y laborioso que conlleva paciencia, integridad, imparcialidad, investigación y crítica, algo así como contrastar la veracidad del material reunido y reflexionarlo sin caer en la tentación de manipular los resultados a los que finalmente se concede validez —hasta que aparecen o salen a la luz nuevas fuentes y datos que completan lo dicho, o lo echan por tierra. Además, la Historia también nos llega desde libros y películas de ficción, e invita a cualquiera a ejercer de historiadores oficiosos, aunque a menudo se desprecia su invitación a conocer algo más sobre épocas pasadas y, desde estas, quizá comprender algo mejor las siguientes e incluso el presente en el que se vive entre opiniones y sensaciones contradictorias. La literatura y el cine vuelven a ella desde la interpretación de quien escribe o filma, que no tiene la obligación de mostrarse imparcial, aunque sí la de ser honesto, evitando manipular y desvelando su postura, si es que la tiene. Conviene entender que en ambos casos se trata de una representación de la Historia que establece un puente literario o cinematográfico entre la época expuesta y el presente donde y durante el cual se escribe o rueda. Andrzej Wajda fue uno de los cineastas que encontraban en el tiempo pretérito situaciones que le permitían reflexionar, mostrar y comprometerse con un cine que, al tiempo, pretendía nacional (que no patriótico) e internacional, un cine donde, en muchas de sus películas, el pasado, más reciente que anterior, y el presente de Polonia caminan juntos.


Ambientada en Lódz, principal centro de producción textil del Imperio Ruso en la segunda mitad del siglo XIX, La tierra de la gran promesa (Ziemia obiecana, 1974) o La tierra prometida —como era conocía la ciudad polaca— contó con un gran despliegue de medios para recrear la época y los hechos que Wladyslaw Raymont desarrolló en su novela homónima. A partir de la obra literaria, Wajda expuso los contrastes de la localidad, multicultural y multinacional, que recibe migraciones de diversos puntos de Europa, hombres y mujeres que acuden a la llamada de la prosperidad durante un periodo que orbita alrededor del año de la muerte de Víctor Hugo, 1885. Este dato se descubre cuando un empleado informa del deceso del escritor francés a su jefe, que desconoce de quién le habla. Su bajo interés literario no impide que sepa cómo amasar dinero, la divinidad de los industriales de la ciudad que se descubre después de que Wajda presente a los tres amigos protagonistas. Sobre dos bicicletas, pedalean por un espacio campestre y agradable, dan rienda suelta a la jovialidad que también predomina en la casa de campo donde son recibidos con abrazos, entre otras muestras afectivas que denotan familiaridad. La armonía reina en ese entorno familiar y burgués que introduce la figura de Anka (Anna Nehrebecka) y la relación que esta mantiene con Karol Borowiecki (Daniel Olbrychski), así como el amor silencioso que la muchacha despierta en Max Baum (Andrzej Seweryn). La presentación solo es un espejismo y, como tal, desaparece cuando la acción se traslada al "paraíso" industrial donde humo y chimeneas, que se elevan en busca del cielo, son los símbolos visibles y omnipresentes de la divinidad a la que rezan los industriales como Bucholz (Andrzej Szalawski), el tiránico  y despiadado presidente de la fábrica que Karol dirige con mecánica eficiencia, a la espera de cumplir el sueño de montar su propia factoría textil.


En
La tierra de la gran promesa los beneficios son todo y uno, son el credo y el motor existencial de la clase dominante a la que, aunque no poseen capital propio, pertenecen Karol y sus inseparables Max y Moryc Welt (Wojciech Pszoniak). Forman un trío igual de heterogéneo que la ciudad donde alemanes y judíos poseen el dinero, y donde los polacos o son mano de obra barata junto a los migrantes o aristócratas sin apenas bienes, el caso del protagonista. A los tres les separan sus orígenes, pero les une su amistad y el sueño común de poseer su fábrica en una localidad de contrastes, como también lo es el film, que presenta grandes momentos y otros menos atractivos. El lujo y la miseria, la decadencia y el desarrollo industrial, los proletarios y los patrones son opuestos que se suceden en la pantalla y en una tierra donde hay desarrollo, pero no existe progreso; al menos no lo hay para los obreros y obreras que continúan siendo objetos en manos de los viejos dueños o de los jóvenes emprendedores que asumirán el sistema heredado como propio. Los espacios urbanos grises, las factorías que expulsa su humo o los hogares proletarios, se contraponen con la mansión recargada y deshabitada de los Müller o con el lujo del teatro, a donde no se acude por amor al arte, se acude a lucir y ostentar e incluso a tantear posibles negocios. Así se descubren espacios que nunca llegan a entenderse: el de los operarios y el de los industriales, dos lugares por donde Wajda se mueve para mostrar su postura presente desde la época durante la cual el trío protagonista, que inicialmente carece de recursos económicos suficientes, consiguen levantar su fábrica, aunque, como cualquier sueño, este implica un despertar a la realidad en la que eligen ser nuevos Bucholz.

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