lunes, 3 de febrero de 2020

Mandarinas (2013)


Si pienso en películas que acortan las distancias étnicas o ideológicas hasta hacerlas desaparecer, en su historia de aprendizaje, acercamiento o hermanamiento entre supuestos enemigos irreconciliables, Mandarinas (Mandariinid, 2013) no me cuenta nada nuevo, pero lo que expone lo muestra sin engaños, sin el fraude que sería ocultar su postura, lo cual no pretende en ningún momento. Zaza Urushadze lo tiene claro, su mirada al pasado, al sinsentido que nunca ha dejado de extenderse en el tiempo humano, será sincera y humana, alejada de artificios y de sensiblería barata, lejos del cine al que Ivo (Lambit Ulfsak), Margus (Elmo Nüganen) y el doctor (Raivo Trass) aluden cuando se extrañan ante el hecho de que la furgoneta que han despeñado por el barranco no estalle. <<En el cine estallan>>, comenta uno de ellos. <<El cine es un fraude>>, concluye Ivo. Su frase, en apariencia trivial y subjetiva, nos recuerda que el cine no es la realidad; como mucho, y no en todos los casos, es su representación, o la realidad que los cineastas proyectan en las imágenes de sus películas. Partiendo de esta premisa, Urushadze se acerca en silencio, dejando que las imágenes del interior del aserradero, primero el plano de las manos de Ivo trabajando la madera a las que dará forma de cajas, nos presente al personaje principal en su cotidianidad. Se trata de un hombre que, aunque no se exprese mediante palabras, representa la sabiduría que le conceden la experiencia y las cicatrices del tiempo, las marcas que guarda junto a sus recuerdos luminosos y heridas todavía no cerradas. Tras la desintegración de la Unión Soviética en 1991, algunos de los espacios que la habían conformado reabrieron viejas rencillas y no supieron ver la oportunidad que se abría ante ellos; quisieron ver propiedad, priorizar nacionalismos y sentir odio, lo que supuso enfrentamientos entre las distintas culturas y etnias que, en lugar de llegar a un acuerdo pacífico y enriquecerse aceptando la diversidad, se enzarzaron en conflictos armados como el expuesto en Mandarinas, un conflicto que enfrentó al ejército georgiano y a las milicias adjasias entre 1992 y 1994, aunque volvería a estallar tiempo después.


La sombra de la guerra cobra presencia cuando dos mercenarios alteran la cotidianidad y la soledad del protagonista. Ivo los recibe, no muestra miedo, aunque el público dude de las intenciones de los desconocidos. Les abre las puertas de su casa y les entrega alimentos. La despedida lo libera de la presencia de los dos chechenos que han sido contratados por Abjasia para luchar contra los georgianos, en una lucha que ha provocado que los estonios asentados en el lugar hiciesen sus maletas y regresasen al norte, a Estonia. Ivo y Margus, su vecino y amigo, no lo han hecho; han permanecido en esa tierra que se tiñe de sangre, pero donde aún florece la vida y da frutos como las mandarinas que ellos pretenden recoger. Al igual que los frutos de los árboles, la educación y el aprendizaje de las personas necesitan cuidados, comprensión, tiempo, paciencia..., para madurar como los cítricos. Quizá eso mismo piense el propio Ivo y lo ponga en práctica después de ser testigo del incidente armado que se produce delante de su casa. De allí recoge a Ahmed (Giorgi Nakashidze), uno de los mercenarios que anteriormente había estado en su hogar, y a Nika (Misha Meskhi), el georgiano que inicialmente dan por muerto. Los acepta a ambos, sin distinguir entre religiones, etnias e ideologías, que los heridos abrazan sin comprenderlas, como tampoco comprenden el por qué deben matarse, aunque lo hagan porque se supone que deben hacerlo. En la casa del anciano, curarán sus heridas, las físicas y aquellas imaginadas que los separa y les hace odiarse. A esto me refería cuando arriba escribí que Mandarinas no contaba nada nuevo, y no lo cuenta porque parte de la historia de la humanidad está escrita con sangre y enfrentamientos entre humanos que no se reconocen porque no se conocen, porque ambicionan o porque ignoran que unos y otros poseen universales que los iguala. Odian sin saber en realidad el por qué lo hacen y el que, si odian, se odian a sí mismos. Ignoran que el contacto pacífico con el supuesto enemigo podría ofrecerles una perspectiva que no habían contemplado con anterioridad e Ivo, la figura paterna, los guía hacia esa comprensión que los libera, aunque en ningún momento los fuerza a ello, consciente de que al conocimiento y a la aceptación no se llega mediante la violencia o la imposición. De tal manera, permite que sea el tiempo y el contacto humano quienes se encarguen de la labor, un tiempo y un contacto en los que inicialmente expresan su odio y sus amenazas de muerte, que se perderán en el olvido. Cual padre, Ivo los acoge como hijos; ve en ellos a dos hermanos desavenidos, que se peleen porque cada uno cree estar en posesión de la verdad, para ellos incuestionable, aunque no deja de ser la mentira que les ha conducido a la guerra y a la muerte por la que Margus se niega a brindar —en la escena en la que los cuatro personajes principales comparten fuego y comida—, porque él cree en las mandarinas, cree en la vida que la guerra civil interrumpe, amenaza y mata.

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