sábado, 14 de noviembre de 2020

Contra el imperio del crimen (1935)

La figura del gánster, genuina del cine estadounidense, nace como consecuencia directa de la “ley seca“ que entró en vigor en enero de 1920. Sin esta prohibición, derogada en 1933, la fabricación y venta ilegal de alcohol carecería de sentido o tendría un mercado tan reducido que los locales clandestinos, donde consumidores de cualquier clase y sexo acudían a saborear lo prohibido, no serían necesarios ni rentables. Lo cierto es que ese intento de poner fin al consumo de alcohol creó un submundo y un tipo de gangsterismo concreto. Gracias a la iniciativa aprobada, un nuevo horizonte asomó por la tierra de la libertad. Algunos se aventuraron por necesidad, otros porque vieron una oportunidad para enriquecerse. Aparecieron bandas desorganizadas; más adelante, algunas se organizaron aprovechando los beneficios del filón abierto por una Enmienda que, involuntariamente, les ofrecía en bandeja un negocio irresistiblemente lucrativo. El delincuente lo sabía y sacó partido a la coyuntura generada por la ceguera legal. Más o menos, así fue como una norma que nacía con intención de reducir el consumo de alcohol (y recortando libertades individuales) disparó la demanda y provocó la proliferación de bandas criminales, en cierta medida, similares a las que observamos en la pantalla de finales de la década de 1920 y primera mitad de la siguiente. Por entonces, asoma la figura contraria, la del agente del orden que intenta ponerles fin, y también surgen corruptos, soplones y otros tipos, en buena medida, consecuencia de la cruzada antialcohólica que, exagerando, alcoholizó hasta al más abstemio. Pero, inicialmente, salvo en The Racket (Lewis Milestone, 1928), el héroe del orden establecido o a establecer no asume el protagonismo de las tramas. Lo hará hacia mitad de los años treinta, cuando las historias se centren en el policía o en los hombres del gobierno, los G-Men del departamento de Justicia.

En apariencia, delincuentes y agentes de celuloide son antagónicos, y así es, pero son dos caras opuestas que guardan aspectos comunes, más de los que podría decir su posicionamiento en dos extremos de la sociedad estadounidense. Como consecuencia de su origen, el gánster es una figura genuina del cine norteamericano, como también lo es el agente del FBI. Ambos coinciden en el uso de la fuerza y en su asentamiento en suelo urbano. Ambas figuras cobraron importancia en la pantalla, sobre todo gracias a la Warner Bros, que, sin duda, fue el estudio que mejor supo aprovechar las páginas de sucesos que, sí ya aparecían adulterados en el medio escrito, más lo serían en su paso a la ficción cinematográfica.

La Warner llevó el gangsterismo cinematográfico a su máxima expresión durante la década de los treinta. Lo hizo en una serie de títulos que evolucionaron hasta el policíaco de la segunda mitad del decenio y el cine negro de los años cuarenta. Hoy, algunos, son clásicos del género; otros han caído en el olvido, incluso los hay como Contra el imperio del crimen (G-Men, 1935), que, aun siendo irregular, fue fundamental en el paso del cine gangsteril a las películas protagonizadas por los agentes que luchan contra el hampa. Este título dirigido por William Keighley es un referente de este tipo de producción por varios motivos. El primero lo encontramos en la presencia estelar de James Cagney, que no abandona su rol de chico duro, criado en las calles, sino que aprovecha los conocimientos adquiridos en los bajos fondos —y su educación universitaria, sufragada por el gánster que le anima a ser honrado— y los pone al servicio del orden al que se entrega en cuerpo y alma. Segundo, se trata de un antecedente del policíaco semidocumental de la segunda mitad de los años cuarenta —y consecuencia del tirón comercial y de la propaganda de este ciclo, G-Men sería reestrenada en 1949–. Tercero, desde el principio se observa un cambio radical en la importancia del gánster. Este pierde protagonismo respecto a producciones anteriores, como podrían ser Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931), la producción independiente Scarface (Howard Hawks, 1932) o Enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931), tres films a todas luces superiores al de Keighley. Ya no existe apología del gangsterismo, sustituida por la alabanza a las fuerzas del orden. El criminal —en los films señalados arriba—, tenía el protagonismo exclusivo, en G-Men se convierte en la excusa para desarrollar una apología contraria, la de los agentes federales, aunque no tan contraría, si pensamos en el uso de la fuerza bruta como medio para lograr sus fines —gracias a las leyes aprobadas hacia la mitad de la película, los agentes acaban teniendo un arsenal mayor que los delincuentes que persiguen—. Si en los primeros títulos dedicados a la figura del fuera de la ley existían simpatías hacia el delincuente o se mostraba en su triunfal ascenso y su inevitable caída, en esta película la figura a ensalzar es la del agente y la caída del criminal es consecuencia del bien hacer de la ley —y no de egos desatados u errores propios que los condenan—. Así vemos cómo Davis (James Cagney) se convierte en el héroe de la función e incluso su imagen, acorde a la época, es un estereotipo sin fondo emocional. Se apunta a la agencia federal para vengar el asesinato de un amigo; allí es el mejor de la clase, también el listillo que rivaliza con el instructor —a quien le unirá la admiración y la amistad—, se queda con la chica, pero carece del atractivo de los delincuentes previos interpretados por Edward G. Robinson, Paul Muni o el mismísimo Cagney, cuya cima gangsteril se encuentra en su Cody Jarret posterior, edípico y brutal en Al rojo vivo (White Heat, Raoul Walsh, 1949).



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