domingo, 29 de noviembre de 2020

Alice (1990)



Las ideas que pueblan el cine de Woody Allen son sencillas y cercanas. No son complejas o él no las hace complejas, puesto que su cine no es el de ningún existencialista heredero de Kirkegaard o Sartre. Su pensamiento es el de un neoyorquino de clase media, de educación media y de cultura media, que creció entre programas de radio, anuncios publicitarios y el cine estadounidense (clásico): musicales, cine negro o comedias como las de los hermanos Marx. Posteriormente descubriría la televisión y a cineastas como Fellini o Bergman, que influyeron en diferentes etapas creativas de su carrera artística. Y de la mezcla de numerosas influencias nació la originalidad propia de ese tipo cercano que, en ocasiones, asoma en la pantalla neurótico e ingenioso; no obstante, en Alice (1990) ese rol lo hereda el personaje interpretado por Mia Farrow, quien aparte de la herencia alleniana también asume una imagen romántica y soñadora atrapada en una monotonía que corta las alas de su fantasía, aunque esta, herida de gravedad por una cotidianidad que la relega al cuarto oscuro, logra echar a volar.


El pensamiento de
Allen es común al de muchos mortales, al menos sus preocupaciones vitales, de ahí que conecte con un amplio sector del público medio, viva en Manhattan, París, Roma, Barcelona o a la vuelta de cualquier esquina urbana. Los temas que plantea en sus películas se repiten, porque son cuestiones que no tienen fin, o uno que contente a todos. Asoman en forma de dudas, de azares, de la ausencia de certezas, salvo la de la muerte, y de cuestiones que no encuentran explicación en el psicoanálisis —o en las frases que puedan encontrarse en el interior de unas galletas chinas—. Alice, como otras de sus películas, también presenta deseos e insatisfacciones, previstos e imprevistos. Uno de sus temas favoritos, por decirlo de alguna modo, son las relaciones de pareja o matrimoniales que mantienen personajes como Alice, al tiempo reales e irreales, quizá en el límite entre existir y desistir. Ella es la protagonista absoluta de la película, aunque no lo es de su vida, de esposa, madre y ama de casa. En su día a día, silencia su aburrimiento, su insatisfacción, su necesidad de vivir, de arriesgarse y sentirse realizada. Hasta su despertar a la fantasía, con la que pretende evadirse, vive, más que engañada, engañándose: es fiel a su marido, pero infiel a sus emociones y a sus sentimientos; más adelante será infiel al matrimonio y fiel a sí misma. Cansada de su vida aburrida, de su matrimonio aburrido, de ser la mujer florero de un hombre de éxito que la valora del mismo modo que a su traje favorito u otro objeto al que se haya acostumbrado. Apenas le queda si no soñar con escapar, mas se empeña en acallar esa parte de sí que desea rebelarse y que se rebela a raíz de su visita a la consulta del doctor Jong. Su vía de escape es la tentación de la infidelidad y el querer hacer algo distinto: estudiar o escribir, por ejemplo; sentir que vale para algo más que para ser la esposa de y la madre de o el pilar femenino de una familia de clase acomodada. <<Emociones no tienen lógica, donde no hay pensamiento racional, puede haber mucho romance, pero también mucho sufrimiento>>, le dice el doctor Jong a Alice, que lo visita en busca de respuestas y soluciones a esa vida apática en la que se presenta la tentación, un fantasma que posiblemente halla sido enviado por su subconsciente y la fantasía como puertas a un mundo nuevo donde encontrarse

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