jueves, 29 de octubre de 2020

Ya nos veremos (después, un vaso de whisky lleno de té)

 

(Previamente: Informe sobre Diez dedos sin uñas y Cuando crezcan)

Pensé que el paso atrás era una pérdida de tiempo, pero solo fue un instante de duda, hasta que aquel cangrejo se cruzó en mi camino. Me miró con sus ojos en órbita y, con pronunciación pausada y acento costero, dijo que volver atrás puede dar frutos más adelante.

—Por cierto, no sé bailar, ni viajar en el tiempo, ambas escapan a mis posibilidades. Además, suelo marearme o crujir cuando me pisan en una pista de baile o en la calle del berberecho, a la altura del bar Pèpè. Bien, tengo que irme. Ya nos veremos —comentó antes de continuar su sentido, contrario al mío.

Cuando hablo del paso atrás, me refiero a algo más sencillo que un salto temporal o esquivar el ritmo de los Fred Astaire y Ginger Rogers de los locales de último turno. Aunque haya a quien le resulte complicado o aburrido, a mí me divierte estudiar los sucesos de lo sucedido o los que se dan por supuestos inamovibles, hasta que se mueven para mayor contrariedad o disgusto de absolutos y fijos. Repasar el abecedario, los números y los hechos, puede ayudarme. A veces me descubre algo que he pasado por alto. Después de desayunar era mi esperanza, pero cuando llegué a Archivo, salí de allí por la puerta de atrás, después de consultar algunos titulares de prensa y la letra pequeña —habrá quien prescinda de esta, y a mí me cuesta, pero me persigue e insiste en leerla—, y no sin antes preguntar a un par de figuras frías y silenciosas como estatuas de mármol.

—En fin, menos da un piedra —me dijo una de ellas, tras negar con la cabeza.

—Al menos somos de carne y hueso —comentó la otra, quizá supiese de mi encuentro con el extraño crustáceo.

—Vaya, pues no sabéis la suerte que tenéis.

—Adiós, visitante 73.451. Muy agradecidas por su visita y, a la salida, puede dejar una impresión feliz que valore nuestro trabajo —expresaron al unísono.

—Qué os den, y mucho —correspondí sus palabras, el buen trato y aquellas sonrisas que me advertían que no eran culpables de mi frustración ni de mi falta de nombre.

Por la mañana, a primera hora, había ingerido dos pastillas de vitaminas y una dosis de setas. Estaba cansado y desanimado, así que no fue hasta mediodía, dos horas después de salir de Archivo, cuando me reactivé y decidí acercarme al “Luces rojas. Empanadas y bocadillos, también para llevar”. Lo hice a esa hora, no porque quisiera regalarme uno de sus sabrosos bocadillos de chorizo casero al whisky, un poco picante, tal vez por la malta en el embutido. Sabía que el local estaría concurrido, los tres o cuatrocientos comensales de costumbre, esa multitud que me cuesta el buen humor, si alguna vez lo tengo. Pero era la mejor opción; en realidad, fue la única que me vino a la mente y la acepté, consciente de la contradicción que implicaba sentarme en aquella bocatería, abarrotada y con lista de espera, donde poco después de desocupar una mesa a punta de navaja me mordí los labios y pensé <<necesito otro tipo de luces, y necesito que los de la mesa de al lado no salten ni griten más veces que tienen el dispositivo ultimo modelo>>.

Fue entonces cuando la escuché. No muy lejos de donde estaba sentado, una voz femenina preguntaba por el mismo sujeto de mi investigación. Intenté acercarme a ella, pero apenas pude avanzar cinco centímetros. Varios clientes, no exageraría si digo medio centenar, corrían hacia mí en competición suicida. Querían ocupar el vacío que apenas había dejado. Me embistieron y arrastraron. Metieron sus manos en mis bolsillos y varios bocados a mi bocadillo. Alguien, no puedo precisar quién, encontró mi cartera. Para recuperarla, tuve que amputar una nariz y dos dedos, aunque antes de operar me volvieron a sentar en el mismo lugar que yo pretendía abandonar y ellos ocupar. Como pude, me dejé caer bajo la mesa y, lentamente, sorteé varias piernas y patas. Me arrastré hasta la barra y, una vez allí, no encontré sonrisas, ni vítores ni aplausos, sino una suela del número 45. Tardé diez minutos o más en poder deshacerme del pie que había tomado mi espalda como parte del mobiliario. De nuevo eché mano a mi navaja de afeitar, uno nunca sabe cuándo debe estar presentable, y raje la bota, después hice lo propio con la planta del avasallador o avasalladora de barra. Finalmente, pude pagar la cuenta y me colgué a la espalda de un gorila que salía del local.

Caminé calle abajo y lo vi a lo lejos. En sentido inverso, retrocedía y avanzaba el cangrejo, lo reconocí por su espalda. No me sorprendió que se aproximase, puesto que cuando anda para atrás, lo hace hacia adelante. Entonces, comprendí que me había mentido. Lo deduje al pensar que si atrás era adelante y adelante, atrás, aquel decápodo poseía la facultad de viajar a destiempo.

—Volvemos a vernos —me saludó moviendo una de sus pinzas y rascando el suelo con una de sus patas traseras, aunque, según su caminar, bien podría ser delantera. —Me recuerdas a un viejo amigo, bastante solitario él y quizá un poco ido. Siempre de aquí para allá, buscando y hablando. Recuerdo que un día me dijo, <<oye, cangrejo, ¿alguna vez te he dicho que el hombre es el más valiente de los animales?>> Cada día, le contesté, y añadí que me sabía de memoria su cantinela “de la visión y el enigma”. Se fue cabizbajo y no lo he vuelto a ver desde entonces. Le estará hablando a los pájaros, y estos estarán qué trinan. Escucha, quizá te sirva...

<<Pero el hombre es el más valeroso de los animales: por ello los ha vencido a todos. A tambor batiente ha vencido incluso todos los dolores: pero el dolor por el hombre es el más profundo de todos los dolores. El valor mata incluso al vértigo, en el borde del abismo. ¡Y en qué lugar no estaría el hombre al borde del abismo! ¿Acaso el mismo mirar no es un - mirar abismos? El valor es el mejor matador: hasta a la compasión mata. Y la compasión es el más profundo de los abismos. Cuanto más hasta el fondo mire el hombre la vida, tanto más hasta el fondo verá el sufrimiento. Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca. Mata la muerte misma, pues dice: ¿Esto era la vida? ¡Bien! ¡Volvamos a comenzar! En estas palabras hay, empero, mucho tambor batiente. Quien tenga oídos, que oiga.>>

Lo recitó de carrerilla, y no tuve oídos para oír, pero sí memoria para retener sus palabras y, de precisarlo, volver a ellas cuando pueda o sepa escucharlas.

Informe del inspector ~ A cuatro meses para que acabe el año bisolar.

P.D: He localizado y conseguido las señas de la chica. El amigo del cangrejo se apellidaba Nietzsche y eternamente le repetía ese fragmento de Así habló Zarathustra.

Continúa en Un vaso de whisky lleno de té

No hay comentarios:

Publicar un comentario