miércoles, 6 de junio de 2012

Pépé Le Moko (1937)


La casbah es un intrincado de callejuelas en la parte alta de la ciudad de Argel, habitadas por gentes de diversas nacionalidades que, al igual que Pépé Le Moko (
Jean Gabin), encuentran en ella su libertad, aunque este mismo espacio liberador se convierte, contradiciendo lo anterior, en su prisión. Allí vive Pépé, como un rey entre sus compinches maleantes y entre mujeres que lo desean y protegen, sobre todo Inés (Line Noro), aunque ella nada puede hacer para llenar el evidente vacío del protagonista y borrar el recuerdo de su París añorado. Amenazado por la sombra de la traición, por la persecución policial y por la falta de libertad que conlleva su condena dentro del laberinto de calles, el destino del personaje interpretado por Jean Gabin, rostro imprescindible del cine galo, deambula entre la nostalgia, la melancolía y la fatalidad que forman parte del pesimismo existencial que caracteriza al realismo poético de la anteguerra, un pesimismo que años después asumirían como suyo los antihérores del cine negro estadounidense y los silenciosos delincuentes del “polar” francés. Teniendo en cuenta su influencia posterior, no creo exagerado considerar que esta magistral propuesta cinematográfica realizada por Julien Duvivier en 1936, aunque estrenada en enero del año siguiente, es un claro y valioso antecedente de aquellas. Pero lo más importante y atractivo de Pépé le Moko (1936), lo que realmente la distingue de otras producciones de imposibles similares y la hace única, y a mí me conquista, reside en la poética de sus imágenes, en el carácter trágico de sus personajes, en el romanticismo y la imposibilidad que caminan de la mano a la espera de alcanzar su perfecta unión en la escena del puerto, cuando la tristeza de Pépé se exterioriza tras la verja desde la que contempla como se aleja su sueño inalcanzable, que empequeñece en el horizonte que a él se le niega.


La constante presencia del inspector Slimane (Lucas Gridoux) también es una amenaza para la cotidianidad del protagonista, porque el policía pretende atraparle, lo que confirma que la amistad entre ambos resulta otro imposible, a pesar de que sí exista una relación que podría pasar por tal. El sombrío y enrarecido entorno creado por Duvivier oprime al criminal de quien poco o nada se sabe, salvo aquello que se muestra en un presente condicionado por la realidad que lo separa de sus deseos, los mismos que parece acariciar cuando conoce a Gaby (Mireille Balin) poco antes de una refriega con los representantes del orden. Entre hombre y mujer surge la atracción, pues él encuentra en ella aquello que su medio le niega y ella descubre en él el peligro y la emoción de lo prohibido. Este amor se convierte en la mejor baza para el policía, que pretende utilizarlo para que Pépé descienda a la ciudad, donde no estaría protegido ni por amigos ni por las normas que rigen en la casbah. Aparte de la fatalidad y de los recuerdos que dominan la vida del delincuente, la traición es inherente al espacio que lo protege, como se descubre cuando Pierrot (Gilbet Gil) se guía por las palabras de Regis (Fernad Chapin) y desciende a la zona baja, una advertencia que Pépé desoye ante la falta de noticias de Gaby, porque la necesidad de saber de ella, o de estar con ella, es más fuerte que su prudencia, ya que ni desea ni puede continuar atrapado en esas callejuelas que abandona para perseguir su sueño imposible. Muchas y muy buenas son las imágenes que dan forma al realismo, a la tragedia y a la poética visual de esta excelente película, cuyo éxito traspasó fronteras y convenció al productor estadounidense Walter Wanger para que un año después de su estreno pusiera en marcha Argel (Algiers, 1938), una versión idéntica que fue dirigida con acierto por John Cromwell, algo que no ocurrió con el segundo remake de esta obra clave del cine negro francés, realizado por John Berry en 1948 y estrenado con el título Casbah.

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