Rey y patria (1964)
En su Declaración de un soldado (julio, 1917), <<en un acto de desafío consciente a la autoridad militar...>>, el capitán y poeta británico Siegfried Sassoon razonaba que no podía continuar ni apoyando ni luchando en una guerra de liberación que había pasado a ser una guerra de agresión donde los hombres morían sin más sentido que la imposición de dirigentes que no buscaban alternativas que pusieran fin al conflicto, alternativas que por otra parte podrían perjudicar sus intereses y su autoridad. <<...A mi juicio, aquellos con el poder necesario para poner fin a la guerra están alargándola intencionadamente...>>, Sassoon se acercó a la cuestión, señaló la agresión que los propios mandatarios realizaban sobre los mandados, y como estos jóvenes, voluntarios —que con la duración de la guerra hubieran sido enviados al frente igualmente— o reclutados forzosos, se vieron lejos de sus hogares, de su familia y de su futuro y se adentraron en un presente bélico donde sus cuerpos y sangre abonaron las tierras de los campos de batalla europeos durante la Gran Guerra (1914-1918).
No hay malentendido posible a la hora de acercarnos al tema principal del film de Joseph Losey. No trata del juicio a un soldado acusado de deserción que se enfrenta a la sentencia a morir frente a un pelotón de fusilamiento. Rey y patria (King and Country, 1964) no juzga a Hamp (Tom Courtenay), lo toma como excusa para criticar al tribunal militar y al sistema que este representa, a cualquier sistema que, desde la autoridad que se autoconcede, impone normas que oprimen al individuo, a quien despoja de su dignidad y de cualquier opción de disentir del orden establecido. En el film de Losey no hay crimen individual, hay una sentencia que se emplea para someter, advertir y dar ejemplo a quienes pretendan salirse de los márgenes inamovibles que el tribunal no tolerará traspasar. Es una sentencia que conlleva un aviso y al tiempo es una herramienta de sometimiento y castigo. La inamovilidad del sistema militar provoca que el film apueste por ser estático, falto de movimiento, algo que no obedece a su origen teatral, sino a la rigidez del entorno marcial que se impone, dentro del cual nadie puede poner en duda la cadena de mando, ni las órdenes ni los símbolos que supuestamente legitima su control; el rey y patria del título; la malentendida idea de honor y deber.
El soldado Arthur Hamp desconoce el alcance que supone su paseo inconsciente, un caminar que no vemos, pero del que nos hace partícipe la acusación y la defensa. De manera inconsciente, sus pasos lo alejaron del frente donde ha permanecido durante los tres últimos años, tiempo suficiente para sufrir desequilibrios psíquicos, ver morir a todos sus compañeros de batallón o descubrir que su mujer -quien con sus palabras lo empujó a alistarse al inicio de la guerra- ha llenado su ausencia con la presencia de otro hombre. Conocemos al acusado en la intimidad del recinto donde aguarda en soledad, con la única compañía de su armónica, y donde se produce su encuentro con el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), su defensor y oficial cuyo origen social lo muestra en un primer momento altivo, capaz de afirmar que aquel a quien visita no ha cumplido ni como hombre ni como soldado. Alude al deber, pero ¿qué es el deber? ¿Quién lo indica y a quién se debe en realidad? La lluvia, el barro, la muerte y las ratas dominan el espacio que Losey muestra desolado y estático. No rehuye la situación infrahumana a la que se ven sometidos los soldados, no le hace falta mostrar batallas ni muertes entre trincheras, porque la batalla y las muertes son inherentes al espacio donde observamos un caballo muerto o un cuerpo que ya forma parte del parapeto, y en las fotografías que el cineasta inserta en determinados momentos para corroborar su discurso antimilitarista y el pesimismo que nunca abandona la película.
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