jueves, 22 de septiembre de 2022

El buen patrón (2021)


En las películas protagonizadas por un empresario, que tampoco recuerdo demasiadas, este suele aparecer o como un emprendedor soñador tipo Tucker, un hombre y su sueño (Tucker, The Man and His Dream, Francis Ford Coppola, 1988) —el enigma  Charles Foster Kane, de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), entra en la categoría qué se esconde tras el mito— o como un explotador amoral (con o sin piel de cordero), como podría ser el jefe de El buen patrón (Fernando León de Aranoa, 2021). Se presentan en polos opuestos. Ambos son reflejos cinematográficos de la realidad. El primero, visto como un héroe, en el caso de Tucker, porque remite a como se ve así mismo el propio Coppola en un determinado momento de su trayectoria profesional; y el segundo asoma entre el caciquismo y el despotismo, obligado a controlar el descontrol que se apodera de su tranquila cotidianidad. Son idealización y caricatura, por momentos simpática. Pero si tomásemos prestada la doctrina aristotélica del justo medio —que viene a decir que la virtud se encuentra en el medio de dos extremos— y la flexibilizamos para que la mitad sea un entorno amplio, quizá nos topásemos con un reflejo más cercano al patrón tipo Julio Blanco (Javier Bardem), que al empresario emprendedor tipo Tucker. No sería todo entrega, ilusión, generosidad, integridad, heroísmo; ni todo manipulación, hipocresía, mentiras y trapos sucios. Probablemente, habría un poco de todo lo dicho.



El presidente y dueño de empresas Blanco es la manipulación personificada a beneficio propio, pues ¿a quién beneficiar, si no? En la presentación del personaje de Bardem, Fernando Aranoa hace que su cámara gire 360 grados alrededor de su protagonista mientras este ofrece su discurso de despedida a tres becarias. En el instante que la cámara detiene su movimiento, se ha cumplido el objetivo de indicar que todo gira sobre él. Poco importa que allí hable de que él y sus empleados son una familia (y vuelva a hacerlo más adelante). Se trata de un discurso heredado y aprendido de su padre, aunque personalizado y adaptado a los nuevos tiempos, y a la situación de siempre: el patrón manda y el trabajador acata. Para Blanco, sus empleados no son familia, son siervos. Es una especie de actualización del amo del pasado, que también se ocupaba de sus esclavos, aunque solo fuera por el coste de reemplazar la mano de obra. Mientras le sirven o producen, este empresario, obsesionado con su idea de equilibrio, los conserva; en el momento que dejan de serle útiles y productivos, les sucede como a José (Óscar de la Fuente), el hombre despedido al inicio del film. No hay protestas, salvo las del nuevo parado, pero, como individuo aislado, Jose no podrá vencer al patrón, que emplea recursos varios para mantener su orden empresarial y personal. Siente el caos, y se siente a punto de perder el control, de ahí que todo acto de rebeldía lo “frene” cuando se espera que estalle. Así, nada cambia la cotidianidad laboral, que seguirá siendo la misma que conduce desde que heredó la empresa; y seguirá siendo la misma en la que se aprovecha de la pasividad y desunión que definen a sus trabajadores, sumisos y sometidos al trabajo (dicho de otro modo, al dinero) que mantenga su ritmo de vida. De ahí que las protestas solo sean las de un individuo solitario —a pesar de la compañía de su hija e hijo—, que de no haber sido despedido, callaría como hace el resto.



Quizá en otro momento, la molestia que le genera el despedido, sería menor, pero la situación amenaza la estabilidad durante una semana crucial para el prestigio de Blanco, que debe lidiar con problemas que no esperaba, aparte de silenciar al despedido. Debe ocuparse de tranquilizar a Miralles (Manolo Solo), su mano derecha, o deshacerse de Liliana (Almudena Amor), la nueva becaria que ha seducido para no romper su tradicional “cana al aire”. Blanco es el lado opuesto de los protagonistas de Los lunes al sol (2002), más allá de ser una especie de reverso de Santa, también interpretado por Bardem. Donde en aquella los trabajadores en paro sufrían en unión  las consecuencias de la ausencia de empleo y su desesperada espera; en esta sátira negra, el patrón debe arreglárselas sin ayuda, aferrado a su absolutismo, disfrazado de sonrisas y buenas palabras, el que potencia que veamos en él a un hipócrita de tono y lomo, un yo primero y después yo. Su verborrea y su aparente unión con el personal que trabaja para él forma parte de su careta, pero sus usos, que habitualmente le funcionan, como apunta su seguridad en el discurso que le presenta al inicio del film, de nada parece servirle esa semana durante la cual sus palabras no impiden el descontrol en “su familia”, mientras la preocupación y la tensión crecen hasta el punto de amenazar la estabilidad, el premio y el bienestar a los que no piensa renunciar.




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