sábado, 17 de septiembre de 2022

Hollywood y sus jaulas doradas


Sabemos que el cine clásico de Hollywood, el del sistema de estudios que dio pie a su edad dorada, estaba compartimentado; es decir, que producía sus películas sumando la manufactura de los departamentos estanco: guion, decorados, vestuario, musica, fotografía/iluminación, actores y actrices, dirección, montaje. Por ejemplo, quizá el más citado, en una planta trabajaban los guionistas y allí tecleaban entre conversaciones, improperios, humo de cigarrillos y deseos de ser reconocidos como autores de las películas que escribían aunque, una vez entregadas, pasasen por otras manos y luego por otras hasta no ser reconocible el trabajo inicial. Cierto que esto no siempre pasaba, pero sí siempre llegaba el recogedor o el productor de turno, en la Paramount, según Billy Wilder, los jueves, y les pedía las once páginas correspondientes del guion, puede que fuesen diez o doce. Los argumentistas movían afirmativamente la cabeza y entregaban al jefecillo o jefazo lo que hubiesen escrito y el elegante trajeado se despedía hasta la semana siguiente.

—Nada de otro mundo —decía uno.

—Un trabajo cómodo —comentaba otro.

—Lo dirás tú —replicaba un tercero—, que yo tengo que trabajar en cuatro películas a la vez y en la reescritura de los guiones de otros.

—¿No serán los míos? ¡Qué te rompo la nariz y cuatro dientes! —preguntó y exclamó amenazante quien no había escrito ni pío hasta entonces, que fue cuando puso la x a su compañero.

<<Era como una fábrica, una inmensa cadena>>, recordaría Wilder en una entrevista, pero el sueldo era bueno, semanal y cabía la posibilidad de que fuese fijo o, al menos, de larga duración. Lo cierto es que un trabajo de este tipo gustaba a los estómagos agradecidos y a los caprichos caros; de modo que muchos guionistas, aunque no todos, puesto que algunos sufrían el “síndrome autor”, aceptaban sentar sus posaderas en la silla, frente a la máquina de escribir y teclear diálogos y situaciones similares a las ya vistas con anterioridad. No obstante, por aquellas jaulas doradas habia Espartacos que soñaban liberarse y liberar a los suyos de la esclavitud del escritorio. Uno de esos gladiadores, guionista estrella en Paramount, era Preston Sturges, que dio un primer paso al escribir y dirigir El gran McGinty (The Great McGinty, 1940), aunque sin pensar en que su gesto y gesta, pues el film fue un éxito inesperado para todos menos para él, serían imitados por otros después: Billy Wilder, John Huston, Robert Rossen, Joseph L. Mankiewicz o Richard Brooks.


Por allí, curiosearon escritores tipo Raymond Chandler, Francis Scott Fitzgerald o William Faulkner, que llegaban a Hollywood con la idea de ganarse unos dólares fáciles, pero con la certeza de ser distintos a los asalariados de la jaula dorada. Pero, una vez contratados, ¿lo eran o solo creían serlo? Firmar con el diablo tiene sus ventajas y sus desventajas, así que lo dejaremos en tablas y anotaremos que también había guionistas con aspiraciones a escribir lo que les viniese en gana. Y lo mejor para ello, era abrir la puerta, volar lejos de los estudios y pasar hambre hasta que el éxito esquivo dejase de esquivarles.

—Adiós, que os vaya bien —decían los ejecutivos, conscientes de que mil guionistas más aguardaban su oportunidad dorada.

Y de nuevo, en el estanco de los argumentistas, las páginas se acumulaban hasta la recogida de los jueves. Concluidos los guiones, a veces al peso, los productores decidían cuáles producir, cuáles seguir retocando, cuáles guardar en el cajón y cuáles rechazar por siempre jamás —que suena muy a cuento—; a qué estrellas de las suyas ofrecer este o aquel papel y a qué director le convenía más la historia a producir. Si era una comedia a este, si un melodrama a aquella, si se trataba de un musical a esa pareja de allí. Así, actor y actriz se encasillaban en tal o cual papel: un aventurero, que sea Cooper o Flynn; una vampiresa, ¿por qué no la Stanwyck?; un gánster, pues tenemos a Cagney, a Robinson y a un fulano llamado Bogart; un gracioso, ¿qué tal W. C. Fields?; un cowboy, alguno habrá por ahí que no sea aquel muchacho de La gran jornada (The Big Trail, Raoul Walsh, 1930), que desde entonces el género está de capa caída; ¿un caballero sin espada?, el bueno de Jimmy; y ya que no son veneno para la taquilla, ¿qué tal Lombard y Colbert para hacer otra y otra comedia alocada?

Eran reclamo para un tipo de film concreto y el director solo era dueño de la parte del rodaje, entre decir acción y corten, o mientras duraba el horario laboral en el plató, de la mañana a la tarde; pero no era dueño de la historia ni del montaje del material filmado. Muy pocos realizadores tenían derecho al corte final; ese lujo estaba reservado para los mandamases, como apunta Elia Kazan en El último magnate (The Last Tycoon, 1976), que tiene su origen literario en la novela inacabada de Scott Fitzgerald. Eran Irving Thalberg, David O'Selznick, Darryl Zannuck, los hermanos Warner o Harry Cohn, los que decidían. De ahí que algunos cineastas, recordando la mayor libertad de sus primeros años en el cine mudo, pongamos hasta que Thalberg y Stroheim se las vieron, se las ingeniasen rodando lo justo o, dicho de otro modo, montando mentalmente durante la filmación. Filmando solo aquello que pretendían que asomase en la pantalla, tenían la película en sus manos, escapando del control del estudio; pues ellos eran quienes hacían las películas. Pero, para poder filmar sus películas, las que ellos deseaban, más o menos a su gusto, tenían que ser saltadores de obstáculos; siempre y cuando no fuesen tipos curtidos en mil batallas a lo John Ford, cineastas independientes (Howard Hawks o Gregory La Cava) o directores exitosos, como Ernst Lubitsch o Cecil B. DeMille, que pudiesen mantener el control, si no total, sí elevado sobre el trabajo a realizar.



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