martes, 27 de septiembre de 2022

Velvet Goldmine (1998)


Por alguna razón, no me identifico con las modas, ni comerciales ni “culturales”; ni siquiera con la moda de rechazar las modas. Sencillamente, me resultan tan indiferentes que pasan de largo o, dicho de otro modo, no las consumo y no me consumen. Algo similar me sucede cuando se trata de “estrellas” e ídolos de masas. No soy mitómano. Un actor y una actriz son profesionales de la escena. Los hay mejores e incluso los hay que son muy buenos y otros que solo son la expresión de los mismos tics y gestos que se repiten a lo largo de su carrera; igual sucede con cantantes y compositores o con los escritores, que escriben mejores o peores libros. Pero todos ellos hacen su trabajo, el que se supone diferente porque tiende a artístico, y a veces alguno incluso crea arte o algo que se le parece. De los artistas, solo me interesa su arte, su creatividad, el “mundo” que crean y ofrecen en sus obras. A menudo, quienes se dicen serlo, no lo son, pero no negaré que en las décadas de 1960 y 1970 algunas estrellas de rock y pop eran más que músicos. Aquellos como Bob Dylan, The Beatles, The Rolling Stones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Led Zeppelin, The Who, con Keith Moon en la batería, Marc Bolan y T.Rex, David Bowie, Iggy Pop, Lou Reed y tantos otros eran más que su música y su espectáculo; eran ídolos para la juventud que veía en ellos la apariencia de la modernidad, el desenfado, la rebeldía, las ganas de cambiar el mundo y la vitalidad que no descubrían en el conservadurismo y conformismo que atribuían a sus mayores, similares a los que la siguiente generación les atribuiría a ellos. Eran sus iconos, héroes y heroínas a quienes adorar e imitar, aunque esto suena más a fanatismo que a liberación. Los adoraban en la distancia de un aparato que acercaba las canciones, en la cercanía de los conciertos y en pósteres colgados en habitaciones donde la música de sus discos agudizaba sueños e inspiración para sus formas. Aquellos músicos de melenas al viento o descuidadas, de cabellos más cortos o rizados, de rostros andróginos, femeninos y masculinos, maquillados o sin maquillar, camino de ser viejas glorias olvidadas, leyendas atemporales o mitos vivientes, fueron, en su momento, vías hacia la rebeldía y la liberación sexual y expresiva de la juventud que los idolatraba. Pero, aparte de medio de expresión, esa música y esos músicos no dejaban de formar parte de un negocio lucrativo que en ocasiones empleaba la provocación para atraer al consumidor que, como el Arthur adolescente de Velvet Goldmine (1998), compra los discos de sus ídolos, les imita el vestir, el caminar, los gestos o el peinado y abarrota sus conciertos.



Pero la década que separa la juventud del personaje de Christian Bale de su presente en 1984, le ha transformado en alguien distinto. Ahora es un tipo corriente que trabaja de periodista sin atisbo de la ensoñación de su yo del ayer, un yo en las antípodas del incondicional admirador que era de Brian Slade (Jonathan Rhys Meyers), el cantante que simuló su asesinato para promocionarse y de quien tiene que descubrir su paradero actual. El trabajo periodístico sirve de excusa para que en su tercer largometraje Todd Haynes se adentre en los orígenes del Glam Rock y se acerque de manera apócrifa a las figuras de David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed, pero lo hace desde los saltos temporales y desde la fantasía similar a la asumida por los propios protagonistas, cuyo estilo, vestuario, maquillaje son formas de expresar su liberación sexual y sus ganas de cambiar el mundo. Haynes crea su cuento musical de reyes del glam al tiempo que realiza su ciudadano Brian Slade tomando como punto de partida la muerte ficticia del personaje y como referencia reconocible la estructura narrativa y temporal de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Y del mismo modo que Welles encontró inspiración en una figura real, la del magnate William Randolph Hearst, Haynes la encuentra en los cantantes arriba aludidos. Pero Ciudadano Kane no es la única influencia que se rastrea en Velvet Goldmine (1998), pues en ella también se descubren la de Oscar Wilde, la del músico Brian Eno, la de Cabaret (Bob Fosse, 1972) e incluso la de Lola Montes (Max Ophüls, 1955); aunque el resultado de Velvet Goldmine, titulo tomado de uno de los éxitos de Bowie, es inferior a los cualquiera de los tres films nombrados. No obstante, se trata de una película arriesgada, incluso podría decirse que diferente en su aire retro-festivo, en la que Haynes apunta la búsqueda de la identidad y la reconstrucción tanto de la época como de los personajes; y a partir de esto mostrar la historia de amor de Curt Wild (Ewan McGregor) y Slade y la liberación sexual del momento, así como el negocio de la música, la cara visible e invisible del mito, el olvido y la memoria que el Arthur Stuart periodista (Christian Bale) intenta rellenar mediante entrevistas a testigos, al tiempo que se reencuentra con su pasado (y consigo mismo)




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