sábado, 24 de septiembre de 2022

La leyenda de la fortaleza de Suram (1985)


Existen grandísimos cineastas que firman su presencia en cada imagen. El cine de Federico Fellini, Orson Welles o Ingmar Bergman no podría ser de otra manera, porque ellos son la película. Su estilo es su historia, y las imágenes son parte de ellos (aunque haya un guion; el algunos casos solo sería una especie de guía). Hay un equilibrio entre lo que vemos y no vemos, entre sus formas aparentes y las ocultas o las que están fuera, un equilibrio que solo está al alcance de privilegiados como ellos. En un comentario que publiqué en el blog, hablé de cineastas “bumerán”. Aparte de los arriba nombrados, recuerdo que también incluí a Pier Paolo Pasolini, Luis Buñuel, Andrei Tarkovski y a otros como Rossellini o Bresson; y expresaba algo así como que su cine nace en ellos, es el reflejo de ellos que nos golpea o deslumbra y finalmente vuelve a ellos. No hay nadie que pueda imitar sus estilos, aunque lo intenten, porque nadie más son ellos. Nosotros somos testigos de sus inquietudes existenciales íntimas (de Bergman, por ejemplo) y culturales y humanas (de Pasolini), de sus obsesiones y manipulaciones (de Hitchcock), de realidades y sueños (de Fellini) y misterios y fetiches (de Buñuel), según el caso. Por contra, otros igual de grandes, tal cual John Ford, Ernst Lubitsch, Raoul Walsh, Akira Kurosawa, Fritz Lang, Billy Wilder o Howard Hawks, aunque también son inimitables, son más narradores, más sencillos en sus formas cinematográficas, buscan, ante todo, contar una historia y a partir de ella pueden introducir sus temas. En tanto los Fellini, Bergman o Tarkovski emplean el audiovisual para exteriorizarse a sí mismos y sacar algo al exterior que no es una historia propiamente dicha; creo, más bien, que son subjetividades y estados de ánimo hechos película. Entre estos cineastas “bumerán”, también incluí a Sergei Paradjanov, uno de los cineastas soviéticos “malditos” porque su cine era su manera de expresarse, era su forma de liberar su intimidad artística y creativa. Esto lo dejó claro en títulos de referencia, aunque poco conocidos entre el gran público, como Los corceles de fuego (Tini zabutykh predkiv, 1965) o El color de las granadas (Sayat Nova, 1969), quizá sus dos films más conocidos y alabados. Pero también en La leyenda de la fortaleza de Suram (Ambavi Suramis tsikhitsa, 1985), en la que su personalidad artística prima sobre cualquier posibilidad narrativa; o lo que sería lo mismo, su estética está por encima de cualquier opción de contar una historia popular georgiana. Habían pasado dieciséis años desde su último largometraje, El color de las granadas, y años de presidio —fue encarcelando por las autoridades soviéticas porque veían en él a un cineasta subversivo—, hasta que llegó la perestroika de Gorvachov y pudo rodar de nuevo; y vaya si lo hizo. Paradjanov no había perdido su capacidad y personalidad creativa audiovisual, ese modo tan suyo de entender el cine como medio difusor de la cultura popular de los pueblos y las etnias, en este caso el pueblo georgiano, que tomaban en su cine el relevo del ucraniano y el armenio de sus dos largometrajes anteriores. Desconozco las labores de dirección asumidas por el codirector Dodo Abashidzes en el film, pero, ya desde la aparición del primer plano del Rey que dice ser un igual entre los suyos, el estilo es Paradjanov. El cineasta impone su cámara estática, salvo en breves momentos puntuales —en los que sigue algún movimiento de traslación— y confirma en sucesivos encuadres que compone un film de cuadros cinematográficos en los que pinta su historia. Para él, el arte y el cine como tal no son naturales, son creación, reproducción, representación cultural de pueblos y de los individuos que los forman, pero, en La leyenda de la fortaleza de Suram, sus formas pictórico-folclóricas ya no sorprenden como sí pudieron haberlo hecho las de sus otras dos películas citadas arriba, en el texto, pero no por ello desmerecen ni dejan de funcionar.




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