jueves, 8 de septiembre de 2022

La línea invisible (2020)


1968 desató una tormenta a escala planetaria que venía gestándose desde tiempo atrás. No se trataba de una meteorológica, sino ideológica que aspiraba a mayor libertad oponiéndose al orden establecido. Tiempo atrás, las teorías de Marcuse, Foucault, Sartre y otros intelectuales sentaban las bases filosóficas, mientras que las acciones las predicaba y practicaba el Tercer Mundo, que había iniciado su liberación del imperialismo y el colonialismo para abrazar su sueño de autonomía y desarrollo. En China y en Cuba, las revoluciones triunfaron, aunque estaba por ver qué deparaban. Argelia se independizaba oficialmente de Francia en 1962, tras ocho años de guerra. Se estaba gestando un brote anticolonialista y antiautoritario, y viviendo un periodo de transformaciones, no solo socio-políticas, sino también tecnológicas y culturales a ritmo de Beatles, pop-art y contracultura. El mundo cambiaba o eso parecía en el “68”, el año clave, el que pudo ser y el que quedó en pudo. El mayo francés fue un suspiro radical, estudiantil y obrero, la primavera de Praga concluyó con los tanques soviéticos en agosto, la sangrienta jornada estudiantil de octubre mexicano dio paso a los días de juegos olímpicos que se celebraron en el país azteca. Estas fueron algunas de las situaciones y conflictos vividos ese mismo año en el que Martin Luther King era asesinado en Memphis, el 4 de abril. También fue el año en el que una organización independentista vasca fundada en 1959, que hasta entonces había permanecido en un relativo anonimato, inició su terror.


El 7 de junio de ese mismo año, ETA conmocionó a la sociedad vasca y española al cobrarse su primera víctima oficial. Se trataba del guardia civil de tráfico José Antonio Pardines Arcay, natural de Malpica de Bergantiños (A Coruña), de veinticinco años de edad, en un instante de violencia y muerte que marcó un antes y el después, tanto en el País Vasco como en el resto de España, que deparó más sangre, mayor odio y terror diario que concluyó en 2018, cuando la banda anunció oficialmente su desmantelamiento; sumaba ochocientas cincuenta y tres muertes —47 durante el franquismo y 806 en la democracia— y más de dos mil quinientos heridos. Había pasado medio siglo desde el asesinato del joven gallego y cuatro décadas de la firma de la Constitución que confirmaba la democracia española —que había empezado a gestarse tras la muerte de Franco— y las libertades anteriormente pisoteadas por el régimen franquista. El malpicano no era un objetivo señalado por la banda, pero un encuentro fortuito con Javier Echebarrieta Ortiz y Iñaki Sarasketa hizo de él el blanco a quemarropa de la pareja que se dio a la fuga después de acribillarle. Horas después, Echebarrieta, de veintitrés años y autor del asesinato, sería abatido por miembros de la guardia civil durante una refriega. El objetivo señalado por la banda era el jefe de la Brigada Social de San Sebastián, Melitón Manzanas González, muerto a tiros en su casa de Irún el 2 de agosto de 1968, ni dos meses después del asesinato del joven motorista de tráfico.


<<La violencia puede ser justificable, pero nunca será legítima>>, decía Hannah Arendt en Sobre la violencia, pero una vez desatada, cualquier violencia que pudiese ser justificable corre el riesgo de situarse en el extremo donde pierde cualquier justificación; y de ahí al abismo, solo hay el paso de caída dado por la organización cuando llenó su lucha de muerte, excusándose, escudándose y manipulando a capricho el abstracto “libertad” y la idea de “patria” —sustantivos de los que también Franco y los generales sublevados en 1936 habían echado mano para justificar el ilegitimo levantamiento militar contra la República y para afianzar su posterior régimen represor. En su ambigüedad y fanáticamente interpretados, junto el integrísimo religioso, la acumulación de poder (económico, territorial, político, comercial) y el racismo, dichos conceptos han empujado a la humanidad a cometer las mayores atrocidades sobre la propia humanidad. En ningún caso, hubo liberación; hubo miedo y otra condena, que acabó siendo igualmente represora y opresiva que cualquier otra. ¿Por qué no tomar de ejemplo la lucha pacífica predicada y promovida por Gandhi, que se enfrentaba a una democracia, pero también a un Imperio moribundo? ¿O la sindical que en los años setenta dirigió Lech Walesa en Polonia? Las respuestas son siempre más complejas que las preguntas, y a veces ni siquiera responden a la realidad cuestionada. De ahí la conveniencia de dejar los interrogantes abiertos.


Aunque Javier Echebarrieta Ortiz “Txabi” (Alex Monner) lo diga o insinúe en algún instante de La línea invisible (2020), el paso dado por la banda no es revolución ni revolucionario, ni es comparable la situación vasca con la argelina o la israelí. El País Vasco no era Argelia, Israel o Vietnam, su situación política, religiosa, social y económica difería —como también diferían las de aquellas entre sí—; y las bases ideológicas del grupo independentista se sustentaban en una mezcolanza imposible de radicalismo, de aranismo (nacionalismo vasco y antiespañol ideado por Sabino Arana, fundador del Partido Nacionalista Vasco), catolicismo y marxismo-leninismo que ni siquiera muchos de los integrantes podrían explicar; aunque esto es algo que sucede con la mayoría de los seguidores de extremos, vengan del lado que vengan.


Partiendo de la realidad de los años sesenta, finales de los cincuenta en adelante, y el presente de 1968, mucho más complejo de lo que aquí se ha expuesto, Mariano Barroso tampoco explica demasiado, aunque apunte la fecha del nacimiento y la agitación propagandística en busca de apoyos para construir un frente patriótico para la lucha armada. Su miniserie de seis episodios se centra en Echebarrieta, el estudiante de Ciencias Económicas a quien apodan “el poeta”, y en los primeros momentos de la banda armada que su hermano José Antonio (Enric Auquer) pretende sacar adelante teniendo al IRA como uno de sus referentes inmediatos. Pero a medida que avanzan los episodios, la reconstrucción histórica de la época se desvía hacia el thriller, priorizando el juego del gato y el ratón entre sus dos protagonistas, humanizando al joven abertzale y deshumanizando al policía interpretado por Antonio de la Torre, a quien Barroso muestra implacable y brutal con los sospechosos, y con los no sospechosos, corrupto —extorsiona y acepta sobornos— e infiel a su mujer, como si el cineasta cincelase en la imagen del jefe de la “Brigada Social” la de la dictadura. No cabe duda de que toda autocracia es, en determinadas capas del sistema que impone, un estado policial donde las fuerzas del orden emplean brutalidad, acoso y terror con la finalidad de controlar y erradicar de cuajo posibles disidentes y así perpetuar el orden por el que velan (y que tarde o temprano caerá); pero esto no implica que todos los que trabajan para o en dicho sistema sean guardianes del mismo o estén al corriente de las prácticas abusivas e inhumanas en la sombra; como tampoco implica que todos los controlados ni todos los que asumen ser oprimidos sean víctimas ni angelicales.


El enfrentamiento entre Txabi y Melitón Manzanas se produce de manera indirecta, en la distancia entre ambos, en la dramatización y en la tensión, en el acecho del inspector y en la supuesta evolución del joven líder de una banda que, clamando libertad, acabará practicando el terror en el País Vasco (y en el resto de España), es decir, sobre quienes dice pretender liberar. Habra alguien que justifique el uso de las armas por parte de ETA durante el franquismo, pero ¿podría justificar los asesinatos cometidos durante la democracia? La violencia en ningún caso será legítima y los asesinatos de unos y de otros nunca serán justificables, puesto que de serlo, cualquier sistema libre y democrático se vendría abajo y dejaría paso a un nuevo régimen de terror.


Cuando decido ver La línea invisible, por motivos que no vienen a cuento, pienso que seré un mal juez, puede que injustamente crítico y quizá incoherente en cualquier posible comentario que escriba sobre la serie. Consciente de mi subjetividad y vista la cuidada producción de Barroso solo añadir que la ficción no es la realidad y la realidad del pasado está formada por recuerdos, ausencias, rellenos y evocaciones de personas y momentos históricos y otros exclusivos, personales, cuya suma dan la historia humana, ni la oficial ni la mitificada. Tal vez, si mi pensamiento fuera otro, vería la dramatización realizada por Barroso y su equipo con mayor objetividad; pero aún así necesitaría más que un marco histórico concreto y más que la aparente intimidad del protagonista en su camino hacia el radicalismo que abraza. La reconstrucción de los hechos y la trama policial entretienen, pero reproducirlo (o intentarlo) no es plantear el pasado, ni el de 1968 ni el de los breves saltos temporales —que apenas explican más que el minuto en el que, en 1959, se nombran cuatro posibles nombres que dar al grupo y se escoge uno—, lo dan por hecho con unas pinceladas que esbozan ideas y circunstancias, pero, al desarrollarlas, nada nuevo sobre el tema.


La industria audiovisual se preocupa por ser efectista, mas que por llegar a alguna parte donde no haya estado antes. Y la serie no abandona los lugares comunes. No arriesga a ser más, quizá porque prefiera contentar al máximo público posible, y se queda en la ficción de la realidad que no llega a ser reflejo de aquella realidad más densa, con numerosas sombras a desarrollar, de aquellos años en los que la división de Euskadi se recrudeció y marcó el tardofranquismo y la democracia. El profundizar más en el periodo, sin centrarse en la pareja protagonista, podría entorpecer la narrativa, pero quizá enriqueciesen el recorrido mostrado en superficie. Lo escrito no deja de ser opinión y, al final, la única realidad irrebatible es que más de ochocientas personas fueron asesinadas por la organización terrorista, siendo su primera víctima oficial José Antonio Pardines Arcay aquel día de junio que, más adelante, se rescataría para formar parte de la memoria histórica de España. Acertadamente, Barroso no lo muestra hasta el quinto capítulo, consciente de que la muerte del malpicano se gesta mucho antes, en la sinrazón enfrentada a otra, en los sinsentidos que arrebatan vidas y hieren otras sin tener en cuenta inocentes ni culpables. Sencillamente, se desatan por odio, extremismos, desorientación, intolerancias. No hay libertad en la muerte, llegue está de una u otra ideología. La violencia extrema es desesperación y debilidad llevada a su punto límite, allí donde estalla y donde en un primer momento, cargada de rabia y cegada por la impotencia, se cree fuerte, incapaz de ver que solo conduce a más muertes.



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