martes, 6 de septiembre de 2022

Herzog, Eisner, abuelos y nietos del cine alemán


Tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918), el cine alemán vivió un momento de esplendor de gran intensidad, nunca ha vuelto a brillar con aquella luminosidad. A los guionistas Carl Mayer o Thea von Harbor, habría que añadirle decoradores tales como Walter Reimann, Otto Hunte, Walter Röhrig o Robert Herlth, productores de la importancia de Erich Pommer y los magistrales operadores Karl Freund y Carl Hoffman; actores y actrices del brillo de Conrad Veidt, Lil Dagover, Wilhem Dieterle, Emil Jennings, Pola Neri, Brigitte Helm, Rudolf Klein-Rogge o la estrella danesa Asta Nielsen; y por supuesto, los maestros de la dirección: Friedrich Wilhem Murnau, Fritz Lang, Ernst Lubitsch, Georg Wilhelm Pabst, Paul Leni, Joe May, Richard Oswall, Ewal André Dupont y tantos otros que, como Paul Wegener, Robert Wiene, Gerhart Lampretcht, Phil Jutzi, Leontine Sagan o Bruno Rahn, colaboraron con sus películas a hacer puntero el cine alemán de entreguerras. Pero la tentación de Hollywood, primero –Lubitsch, Murnau y Leni desembarcaron en California en la década de 1920–, y el nazismo, después, pusieron fin a aquella riqueza cinematográfica.


Con el nacionalsocialismo en el poder, con su recorte de libertades y con su transformación de la industria cinematográfica en una de propaganda, el cine alemán perdió a sus mejores directores y técnicos que, espantados y asustados, huyeron del país apenas con lo puesto, tal sería el caso de Fritz Lang o de Billy Wilder, por entonces guionista. Y ya tras la Segunda Guerra Mundial, con un país devastado por el conflicto bélico, destruido moralmente, entre culpas y disculpas, victimarios y víctimas, y dividido en sectores, la industria cinematográfica alemana había desaparecido por completo, lo que implicó reconstruirla desde los cimientos. Un primer momento sería Los asesinos están entre nosotros (Die Mörder sind unter uns, Wolfgang Staudte, 1946), un film cuya mirada crítica condenaba el periodo bélico y la ideología que llevó al país a la ruina física y moral de la que poco a poco se iba recuperando; y posterior a esta cabe recordar la recreación de los últimos días de Hitler realizada por Pabst en El último acto (Der Letzte akt, 1955); una película que asumo superior a la más popular y famosa El hundimiento (Der Untergang, Oliver Hirschbiegel, 2004). En realidad, hubo más títulos destacados, por ejemplo algunas producciones de misterio basadas en novelas del británico Edgar Wallace, pero, cuando los nuevos cines de otros lares se estaban gestando, a finales de la segunda mitad de la década de 1950, el alemán todavía marchaba desorientado, buscando sobrevivir; de ahí que su renovación fuese más tardía que en Inglaterra, Francia o Italia, donde en la inmediata posguerra ya se da un primer momento de ruptura y modernidad: el neorrealismo. La situación en la que se encontraba el cine alemán, tras la Segunda Guerra Mundial, en buena medida, provocó que no fuese hasta finales de la década de 1960 cuando se produzca su renacer o, según Werner Herzog expresó en un discurso en honor a la historiadora cinematográfica Lotte Eisner, su nacimiento sin paternidad, pero con ilustres abuelos que lo legitiman.

<<Lotte Eisner, querríamos tenerla entre nosotros más allá de los cien años, pero por la presente la eximo de tan terrible conjuro. Puede morir. Lo digo sin frivolidad, con un profundo respeto hacia la muerte, que es nuestra única certeza. También lo digo porque usted nos ha permitido consolidarnos, porque nos ha proporcionado el contexto para nuestra propia historia, y lo más importante: porque nos ha dado legitimidad.

Es extraño que la continuidad del cine alemán se viera interrumpida por la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. El hilo se terminó ya antes de aquello en realidad. El camino conducía a la nada. Y a excepción de un grupo muy reducido de películas y directores como Staudte y Käutner, el cine alemán ya no existía. Se abrió un vacío de todo un cuarto de siglo. En la literatura y en otros campos no se percibió de forma tan dramática. Nosotros, la nueva generación sin padres. Somos huérfanos. Solo tenemos abuelos: Murnau, Lang, Pabst, la generación de los años veinte.

Sus libros, sobre todo su obra acerca del cine alemán del expresionismo, La pantalla demoníaca –estoy seguro de que siempre será considerado el estudio definitivo sobre esa época–, también su libro sobre Murnau y el de Fritz Lang, después de su labor en la Cinemathèque de París y su participación de nuestro destino, es decir, del destino de los jóvenes, nos ha construido un puente hacia un contexto histórico, histórico-cultural. Los franceses, que sufrieron la misma catástrofe pero prosiguieron prácticamente sin pausa, nunca entenderán la importancia de este hecho, ni tampoco los italianos, que crearon el neorrealismo justo después del final de la guerra, ni los americanos ni los soviéticos, nadie. Solo nosotros somos capaces de valorarlo.

En una ocasión, estando yo agotado, derrotado y desesperado en su casa, dijo como de pasada: “Escucha, la historia del cine tampoco os permite a vosotros los jóvenes directores de Alemania que os rindáis”.>>


Entrecomillado de Werner Herzog: Del caminar sobre hielo (traducción de Paula Aguiriano Aizpurua), pp 115-117. Gallo Nero Ediciones, Madrid, 2015

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