<<Íbamos a investigar en los sets donde se hacían películas de mayor presupuesto, porque a veces dejaban en pie los decorados durante un tiempo, después de acabar la película. Nos juntábamos con Val Lewton y otros, e íbamos en plan sigilosos y rodábamos algunas escenas allí. En otra ocasión encontramos unos decorados donde se había hecho una película de presupuesto A sobre un carguero y Val Lewton dijo: "Hagamos aquí otra película, se llamará Ghost Ship". Y la dirigió Mark Robson>> (1) Escrito aquí, fuera de contexto, el recuerdo de Robert Wise podría generar la falsa idea de que materializar una película de bajo coste, como lo fue El barco fantasma (The Ghost Ship, 1943), resulta sencillo, pero también existe la posibilidad de reflexionar sobre sus palabras y entrever las carencias a las que se enfrentaba la unidad dirigida por Lewton para levantar sus proyectos, dificultades que, vistos los resultados obtenidos, superaron con creces. Los obstáculos, entre ellos la falta de tiempo, de dinero y de materiales, fueron sorteados gracias a una combinación de talento, creatividad, profesionalidad e ingenio, empezando por los del propio productor y continuando por los de Jacques Tourneur, Mark Robson y Robert Wise, que se relevaron en la dirección de los títulos que componen el ciclo. Aunque nada de esto sería tal como lo descubrimos hoy, sin la maestría de Nicholas Musuraca iluminando y fotografiando claroscuros, sin las partituras de Roy Webb o los decorados de Albert S. D'Agostino y Walter E. Keller, quienes con poco eran capaces de mucho. Vistas hoy, parece fácil, pero no era frecuente que con mínimos recursos materiales los resultados cinematográficos fuesen máximos; pero así fue y esto viene a corroborar que el dinero no sustituye al ingenio, ni a la profesionalidad ni al buen ambiente de trabajo, aunque a veces facilite y ayude a mejorarlo, también implica concesiones que limitan la libertad de los profesionales.
Lo importante, al menos para este equipo, era encarar el primer momento: el "o se hace la película o no se hace", y de la elección afirmativa se pasaría a aprovechar cualquier oportunidad que no significase gastos extra, pero sí el aumento de posibilidades, como corroboran las palabras de Wise, miembro del equipo que entre 1942 y 1946 confirió mayor profundidad psicológica al cine de terror. Esta intención psicológica la descubrimos a lo largo de los títulos, que abordan desde la represión sexual a la sumisión de los personajes, o en el caso de este film dirigido por Robson navega por un inquietante análisis sobre la autoridad, tanto de quien la ostenta totalitaria como de quien la padece y acepta sin cuestionarla, y por supuesto de aquel que pretende poner fin a lo que considera una obsesión enfermiza. El rebelde es Tom Merrian (Russell Wade), el inexperto oficial que, recién salido de la academia naval, se enfrenta a su primera travesía. Su puesto, tercer oficial a bordo; su buque, el mercante Altair, el reino del totalitario capitán Stone (Richard Dix). Durante los primeros días en alta mar, la bisoñez de Tom le incapacita para vislumbrar la realidad, ya que no puede más que sentir admiración por el oficial al mando, y en ese instante, la imagen de la experiencia, entre paternal y sabía, tras la que se esconde la totalitaria que Merrian descubrirá tras la muerte de Louie Parker (Lawrence Tierney). Antes del trágico y no accidental suceso, las imágenes se abren a la nocturnidad portuaria, iluminada por Musuraca, e introducen el encuentro de Tom y un mendigo invidente. Este momento presenta al personaje y al tiempo apunta las sombras que dominarán durante la travesía. Más inquietante resulta la siguiente secuencia, sobre la cubierta del barco, cuando la música de Webb acompaña al plano de Finn (Skelton Knaggs), a quien no oímos hablar, pero sí escuchamos sus pensamientos. Robson ha plantado la semilla de la duda, de la inquietud, y generado una atmósfera densa y perturbadora que nos permite comprender definitivamente que el destino geográfico carece de importancia, pues esta recae en el personaje interpretado por Richard Dix, en su desvarío, que crece imparable y le convence de su derecho divino sobre las vidas de sus subordinados, en su descontrol y en la frialdad que lo domina cuando se deshace, o pretende hacerlo, de quien amenaza o pone en duda su reinado.
(1) Ricardo Aldarondo. Robert Wise. Edición Filmoteca Española y Festival Internacional de Cine de San Sebastián, Madrid, 2005
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