miércoles, 10 de abril de 2019

Trinta lumes (2017)



Si hablamos de cine ambientado en Galicia y de cine gallego hay claras diferencias entre ambos. La más significativa no es el idioma: el primero suele ser en castellano y el segundo escoge el gallego, pero no es determinante. La diferencia fundamental la encontramos en aquello que expone y en cómo lo expone. Para ejemplificar estas diferencias comparemos El desconocido (2016), rodado en A Coruña por Dani de la Torre, realizador gallego que asume el thriller hollywoodiense como espejo donde mirar su digna y entretenida propuesta genérica, y Trinta Lumes (2017), filmada en O Caurel por Diana Toucedo, también cineasta gallega, que nos adentra en las costumbres, en los mitos y en la humanidad del entorno. Quien haya visto ambas, comprenderá de qué hablo y también sabrá que la voz de Alba (Alba Arias), la niña desaparecida al inicio del film, nos traslada a la realidad y a la fantasía de un espacio rural donde ambas se tocan, se comunican y se complementan. La niña es la voz de esta espléndida combinación de documento etnográfico, fantasía e irrealidad que nos lleva hasta una aldea do Caurel y su entorno rural, entre mágico y terrenal, pero también desolado por el éxodo. Se trata de un espacio salpicado de pequeños núcleos como el suyo, de aldeas que han vivido tiempos mejores y que han visto morir o emigrar a la mayor parte de sus vecinas y vecinos. El olvido tecnológico todavía no se ha impuesto, sus parajes todavía son espacios por donde deambula la ensoñación y el realismo mágico de Trinta lumes, que nos adentra con maestría en el paraje humano y natural, atrapado entre las montañas que custodian la tradición, las costumbres, las leyendas y las supersticiones que sobreviven entre el pasado y el presente, en su abandono y en su resistencia al tiempo, que parece avanzar en la presencia de los niños y detenerse en la de los mayores, en el indefinido temporal donde los muertos todavía suspiran entre los vivos. La historia que Diana Toucedo nos relata mediante imágenes, rostros y susurros, sugestión, reflexión y documento, se desarrolla durante los días de difuntos y todos los santos, fechas señaladas en el calendario y en la tradición popular que recuerda a quienes ya no están, al menos no a simple vista, aquellos que yacen bajo las lápidas que las vecinas limpian y visitan en el cementerio durante las dos jornadas que los vivos dedican a sus muertos. Las imágenes de Trinta lumes atrapan realidad, paisajes, personas, hábitos y misterio y así nos trasladan al corazón de la Galicia rural que sirvió de inspiración al cine de Chano Piñeiro, cineasta seminal del cinema galego, de quien Toucedo no recoge el testigo ni el testimonio, sino que ella se descubre como una realizadora de inventiva propia, inteligente y sutil en su narrativa, capaz de captar nuestra atención sin que nos demos cuenta de que nos envuelve, más que en una atmósfera, en el hechizo de cotidianidad y fantasía que observamos en la pantalla y que recorre nuestros cuerpos en forma de leve cosquilleo. Por las sensaciones que generan y transmiten sus imágenes, por su tiempo contenido, por su magia y su realidad, estamos ante un film distinto, de hermosura pausada, y por ello quizá de consumo minoritario, aunque esto no debería llevar a engaño, ya que se trata de un brillante y sensible viaje a un mundo que resiste y se niega a desaparecer, como también se niega la voz de Alba, puente que une el espacio real y el fantástico, o la silenciosa de los muertos que ella y, a través de ella, nosotros escuchamos...

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