viernes, 29 de abril de 2011

¿Quién puede decir qué es el talento y cómo se mide?

Tras haber disfrutado, sufrido y evolucionado con la creación de una obra literaria, publicar o que publiquen el libro es la tarea más complicada y menos agradecida para un autor o autora desconocidos, pues, estos ven como las puertas de las editoriales permanecen cerradas para él o ella. En un noventa y nueve por ciento de los casos, ya no solo las encontrarán cerradas, lo que implica que ningún supuesto profesional leerá su trabajo, sino que la falta de oportunidades puede generar contrariedad y frustración. Así, fuera de la sala de lectura de una editorial tradicional, que no se arriesgará a publicar la obra de anónimos, salvo de algunos pocos como aquel que detalló las aventuras de Lázaro, se abre otra posibilidad de publicación, aunque resulta contradictoria. Al tiempo que te permite sacar a la luz el fruto de meses o años de trabajo, la autoedición implica un gasto que, en ocasiones, quien escribe no puede asumir y, de poder hacerlo, se encontrará solo a la hora de distribuir su edición. Hay que darse maña, tener suerte, saber moverse por aquí y por allí, y, aún así, lo más probable es que la obra continúe igual de oculta, como si no la hubieses mostrado al público. La autopublicación o falsa promesa de difusión popular del libro es otro camino hacia la soledad en la que vivirán las páginas, una soledad similar a la que siente el libro en el olvido de cualquier cajón, estantería o papelera de una editorial tradicional.
Publicado o no, quizá una de las finalidades del escritor/a sea la de que sus historias puedan ser leídas y disfrutadas por alguien más. Sin embargo, esto no deja de ser una quimera, más si cabe si quien realiza su trabajo no cae en el juego, se aparta de la norma, ignora cómo enfocar la difusión de su novela o desoye los gritos de las modas del momento. ¿Dónde están los obstáculos? ¿Quién los pone? ¿Encontrará más si va por libre o si se adapta a lo que se exige? Pero ¿quién lo exige? ¿El público, los propios autores, las compañías, las modas...? Entonces, ¿qué hacer, entonces? Hay preguntas que no tienen respuesta o que tienen miles, lo cual no deja de ser prácticamente lo mismo. Aunque hay algo de lo que no hay duda, y es que escribir tiene una ventaja sobre el resto de las artes. Apenas cuesta dinero, solo tiempo y trabajo, en cualquier caso, un alto precio, de modo que una respuesta sería escribir lo que uno desee, con actitud honesta hacia sí mismo y su trabajo, con afán de superarse, de corregir errores y dejar que su imaginación lo acompañe durante el recorrido. Debe estar abierto al cambio, a las críticas, a que sus personajes o la historia varíe, incluso a ser él mismo uno de sus personajes. Cualquier persona que escriba lo hace partiendo del hecho de que le gusta hacerlo, pero no siempre se acepta que, escribir, implica romper lo escrito, volver a escribir o volver a vivir la historia desde otra perspectiva; en definitiva, implica aceptar la constante evolución de un trabajo que nunca concluye, aunque, por motivos prácticos, sí se le pone fin. Escribir una novela no es simplemente el proceso de idear la historia y dar vida a los personajes, es la complejidad que la propia obra exige cuando todavía está en blanco, complejidad que aumenta y evoluciona a medida que se escriben las líneas, incluso por caminos que inicialmente no estaban previstos. Escribir gratifica, seguro; pero, a su vez, exige esfuerzo y dedicación contante: correcciones, más correcciones, escuchar las opiniones de quienes tienen el detalle de leerla y de ofrecer su visión, de subjetividad distinta a la del escritor, a quien abre opciones que, con anterioridad, quizá, quien escriba haya pasado por alto o puede que confirmen con su opinión que la idea inicial es correcta. De nuevo, llega otra lectura del mismo manuscrito, y de nuevo toca corregir, reorganizar, suprimir o aumentar, e incluso lo más emocionante: que los personajes nos descubran sus posibilidades, su interioridad cambiante y su condición humana, aunque sea fruto de la interpretación de quien los narra. Por eso escribimos, porque hay historias que fluyen en nuestra mente y cobran su cuerpo físico sobre el papel o en la pantalla donde aparecen las palabras tecleadas. Y esta es la verdadera satisfacción, la de poder escribir simplemente por contar, no por una promesa de publicación o de dinero, que no llegará en la mayoría de los casos, siendo más utópico para quien nunca ha editado. De tal manera, se comprende que solo unos pocos están llamados a ver sus obras publicadas, y no precisamente tienen que ser los mejores autores, como parece corroborar tanta literatura que solo lo es en su portada. Igual que existen genios y genialidades literarias, existe la mediocridad que, siendo mayoría, sustituye la falta de talento y de honestidad creativa por una fórmula que contenta a las masas, pero que no aporta nada nuevo al universo literario y menos aún al propio.
Entonces ¿qué es el talento? Resulta complicado definir una característica tan subjetiva y las implicaciones que conlleva. No sabría definirlo, aunque creo reconocerlo. Lo he reconocido en cientos de escritores (y aquí aprovecharía para enumerar a tantos autores con los que he establecido conexión, complicidad e incluso discusiones imaginarias). En sus libros, y en la manera personal en la que están narrados, cada uno de ellos se reconoce por sus perspectivas, sus ideas, sus estilos personales y sus contradicciones humanas, simplemente, en sus obras te invita a un encuentro con algo verdadero, más o menos original, pero siempre fruto de la interioridad de quien escribe, una interioridad que contacta con quien lee. 
A lo largo de la historia encontramos numerosos casos en los que se expuso la falta de talento de muchos creadores (en cualquier ámbito del arte) y que a la larga alcanzaron un puesto en la memoria cultural y popular. De la misma manera, también existe el proceso inverso. Por ejemplo, dentro del mundo del cine, encontramos varios casos, uno de ellos podría ser el de Alfred Hitchcock, director reconocido y considerado uno de los grandes del séptimo arte, a quien, sin embargo, no se le valoró, en su justa medida, hasta que los críticos de una revista de cine francesa empezaron a alabar su obra (entre ellos Truffaut, Rohmer o Chabrol). Otro ejemplo, lo encontramos en el mundo de la pintura, ¿quién no ha oído hablar de Van Gogh?
En definitiva, una de las características de los seres humanos es la subjetividad, que se agudiza hasta extremos insospechados cuando se refiere a las creaciones artísticas, porque el arte vendría a ser aquello que nos hace sentir y/o vibrar (y no tiene, incluso me arriesgaría a decir, no debe ser para todos igual), provocando que nuestra mente disfrute de una manera especial, trasladándonos por unos instantes a un nivel que nos aleja de nuestra cotidianidad (ya sea un libro, un deporte, una comida, una película,... o simplemente amar, que al fin y al cabo es el arte más complicado y el que más talento y dedicación precisa), por lo tanto, ¿qué es el talento si no una suma de múltiples circunstancias de cada sujeto?

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