El verdugo (1963)
La tragicómica escena que cierra la estancia de José Luis Rodríguez (Nino Manfredi) en la prisión provincial de Palma de Mallorca, donde se derrumba cuando se certifica su imposibilidad de elección, surgió a raíz de la narración que un conocido le contó a Luis G. Berlanga. Aquel hecho real inspiró al cineasta valenciano para realizar una película, aunque todavía necesitaba desarrollar el argumento que la convirtiese en la magnífica comedia que llegaría a ser. Con aquella idea rondando en su cabeza, contactó con Rafael Azcona, con quien dos años antes había escrito Plácido (1961), y de nuevo, director y guionista, dieron rienda suelta a su sobrada capacidad sarcástica e irónica y también a la lucidez de su humor negro. Dotaron de humanidad y de patetismo a personajes que intentan sobrevivir dentro de una sociedad que fomenta su picaresca y las decisiones egoístas con las que pretenden alcanzar el éxito (ya sea una relación sexual pasajera, mayor espacio vital, huir de la soledad, una vejez digna, un marido u otras cuestiones como un piso de protección oficial a estrenar), pero esas mismas decisiones implican el inevitable fracaso que se confirma al final del film (nada resulta como habían previsto). José Luis, un empleado de pompas fúnebres con aspiraciones mecánicas, coincide al inicio de la película con Amadeo (José Isbert), el verdugo que acaba de ejecutar al reo que el primero debe enterrar. Como consecuencia de este desafortunado encuentro, la vida del enterrador se convierte en la paulatina sumisión a condicionantes externos, que lo persiguen, lo martirizan y finalmente lo atrapan a lo largo de esta lección cinematográfica de humor negro y satírico que expone sin maniqueísmo la realidad de un país que acepta la pena capital como parte de su sistema judicial al tiempo que repudia a sus ejecutores (cuestión que se pone de manifiesto desde la aparición en pantalla del verdugo interpretado por Isbert). Pero el mayor acierto de El verdugo no reside en su evidente rechazo a la pena institucionalizada ni a la doble moralidad social, sino que se encuentra en la humanidad que destilan sus personajes, seres de carne y hueso a quienes se descubre buscando el acomodo que se les niega, y en la pérdida de libertad de un joven atrapado por las circunstancias que lo obligan a renunciar a su individualidad en beneficio de los intereses de quienes se convierten en su mujer (Emma Penella) y en su suegro.
En un primer momento, la moralidad del personaje de Manfredi provoca su repulsa hacia Amadeo y hacia el oficio que desempeña, ya que su trabajo implica una connotación negativa a pesar de que, en su necesidad de ver cumplidas las sentencias que promulga, la ley lo legitima. Este resignado y veterano ejecutor se encuentra a las puertas de la jubilación, lo cual depara que no tenga más deseo que conseguir el piso que le permitiría ofrecer a su hija la oportunidad de conocer a nuevas personas (y quizá a un posible marido) y a él obtener un retiro digno después de cuarenta años de carrera. Por su parte, como cualquier joven de su edad, José Luis posee ilusiones, desea convertirse en mecánico y para ello sueña con irse a Alemania (ideal de prosperidad por aquel entonces en contraposición del estancamiento que caracterizaba a la España de la época). Él es el primero en rechazar al verdugo, su pensamiento le dice que, aunque sea bajo el amparo de la ley, matar va contra natura (él no mataría ni a una mosca) y no puede considerarse un trabajo. Sin embargo, su necesidad de no verse rechazado por el sexo opuesto (su trabajo en la funeraria espanta a posibles conquistas) y las situaciones que se le presentan desvelan su falta de carácter, lo que impide que asuma sus intenciones (ir a Alemania o no casarse) y se deje condicionar por su relación con Carmen y por la seductora idea del piso a estrenar, de tal manera acepta ser aquello que detesta, convirtiéndose en víctima social y en verdugo profesional. Su mujer y su suegro influyen en sus decisiones, a pesar de que nieguen condicionarle, circunstancia que se desmiente cuando Amadeo le ofrece falsas garantías de que no tendrá que ejecutar a nadie mientras lo empuja a visitar al académico que podría recomendarle en un mundo laboral en el que los puestos se eligen a dedo (pasa de ser el número treinta y siete de la lista a obtener el empleo de funcionario). De igual modo, en una divertida escena, se muestra al viejo verdugo, que asegura no querer presionar a su yerno, provisto del papeleo necesario para que aquel acceda sin demora al puesto de funcionario. El personaje interpretado por José Isbert se siente orgulloso de sus logros, cuenta sus gestas y recuerda la importancia de una profesión para él indispensable porque hay una ley que impone el castigo y, por lo tanto, tiene que existir alguien que lo lleve a la práctica, pero lo que nunca llega a decir es que en su juventud sentía una repulsa similar a la sentida por su yerno. El tercer personaje en importancia, Carmen, ve como su tiempo de lozanía se esfuma, certeza que se ha ido afianzando a lo largo de los rechazos de posibles pretendientes cuando descubren la ocupación paterna. Esta realidad crea su desilusión y aumenta su necesidad de atrapar a quien en su mente se convierte en su última oportunidad para acceder al estado de bienestar que idealiza en el matrimonio. Carmen sabe como manejar a su presa, sin que parezca que lo está haciendo, le dice que por ella no se preocupe, pero que piense en su hijo. Dicha manipulación no indica que no le quiera, sino todo lo contrario, le quiere, y más aún cuando José Luis va cayendo en cada una de las fases que le llevan a ser el nuevo verdugo y una víctima más del egoísmo social que define al colectivo del que forma parte activa y pasiva.
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