viernes, 8 de noviembre de 2019

La ciudad sin ley (1935)


La cámara de
Howard Hawks mira de frente, permanece cerca de la acción, en una postura que indica la del propio cineasta, una que no rehúye el conflicto al que expone a sus personajes. Lo afronta de forma directa, lo relaciona y acota a un espacio concreto que afecta a los hombres que lo ocupan y a la mujer que llega y rompe el orden, aunque en el San Francisco de La ciudad sin ley (Barbary Coast, 1935), el orden es el desorden. Hawks introduce la figura femenina, independiente y decidida, pero que desconoce los pormenores del medio donde se instala y al cual se adapta para sobrevivir. La sorpresa inicial que provoca su llegada al puerto de la ciudad, aquejada esta por la fiebre del oro y la codicia de Louis Chamalis (Edward G. Robinson), se evidencia en su primer contacto con un oriundo del lugar. El barquero, interpretado con buenas dosis de humor y picaresca por el inolvidable Walter Brennan, repite, como si quisiera dar crédito a la visión que tiene ante sí, <<una mujer blanca>>. Su sorpresa, agradable por el tono, se generaliza cuando Mary (Miriam Hopkins) pone pie en tierra y los presentes en el muelle, hombres de la localidad, la colman de atenciones, la adulan, adulan su belleza, pero también le comunican la muerte de su prometido. Ella llora, aunque no por el fallecido. Llora por la promesa de bienestar desvanecida. Mas Mary no es de las que se rinden, se recompone, decide quedarse y hacer fortuna. Camina sobre las tablas de madera y por el barro de las calles, acompañada por su séquito de admiradores, hacia el "Bella Donna", el local donde el hombre con quien iba a casarse perdió sus posesiones y la vida, jugando a la ruleta que pertenece a Chamalis, autoproclamado dueño y señor de la localidad californiana. Chamalis representa al hombre primitivo, pariente lejano de Liberty Valance, que asume e impone su ley, carece de condicionantes morales y vive ajeno al orden que busca asentarse en el lugar. Su postura e interpretación se contrapone con las del coronel Marco Aurelio Cobbs (Frank Craven), cuyo nombre de pila redunda en la razón, la cultura y la filosofía que lo definen, y las de Jim Carmichael (Joel McCrea), buscador de oro, romántico e ingenuo, poeta y lector de Homero. Hawks enfrenta salvajismo y civilización, y en medio atrapa a Mary, quien, para salir adelante, acepta la propuesta laboral de Louis, una propuesta con la que este pretende el acercamiento voluntario que nunca se produce.


Arriba aludí a Liberty Valance porque encuentro cierta relación entre este film de
Hawks y el magistral western de John Ford, en la aparición de lo nuevo —prensa, cultura, ley—, de ese orden que acabará imponiéndose, y que Ford confirma en la desaparición del viejo hombre del oeste, el amargo y nostálgico final de una época. En La ciudad sin ley se produce un final similar, pero sin nostalgia, y sin que los protagonistas sean testigos de la transformación que, forzosamente, implicará la desaparición de los hombres que, como Chamalis, Valance o Tom Doniphan, no esconden las diferentes interpretaciones que tienen de un espacio todavía sin civilizar, ni ocultan sus modos, basados en sus propios códigos, ni sus intenciones. El personaje de Robinson acapara la atención de Hawks, también sus simpatías parecen recaer en él. En su apariencia simple, posesiva, ambiciosa y traicionera, Louis resulta el más complejo de cuantos asoman por la pantalla. Dentro de su inmoralidad, existe un ser moral que se ofende ante la altivez y el desprecio que observa en el comportamiento del alcalde, a quien ha colocado en el cargo, y de su mujer; ofrece trabajo a Mary y, más adelante, hará lo propio con Jim, después de que, por mediación de Mary, le haya dejado sin blanca en la ruleta. También decide no romper la imprenta de Cobbs, a quien amenaza, censura y dice qué escribir —en otro de los momentos periodísticos que apunta la presencia en el guión de Ben Hecht y Charles MacArhtur, ni fuerza a la heroína, ni la acepta cuando esta se entrega a cambio de que le perdone la vida al hombre a quien ama. En ese instante, Chamalis no la acepta porque comprende que ella ama a otro, y quizá la libere de su promesa porque no quiere limosnas, aunque su comportamiento apunta un rasgo de generosidad, que él no encontrará en el pelotón de vigilantes que, pretendiendo ley y orden, asume funciones de juez, jurado y verdugo; circunstancia que ya no hace falta que se muestre en pantalla, pues, previamente, Hawks la precisó en una de las mejores escenas del film: Knuckles (Brian Donlevy), el matón que trabaja para Chamalis, escoltado por ese grupo de ciudadanos que, al tiempo, camina, juzga, sentencia y ejecuta.

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