miércoles, 6 de noviembre de 2019

El otro señor Klein (1976)


De los cineastas víctimas de la caza de brujas emprendida por el Comité de Actividades Antiestadounidenses, Joseph Losey fue quien desarrolló la que quizá, junto a la de Jules Dassin, fuese la carrera más reconocida por sus contemporáneos. De hecho, incluso en la actualidad, su filmografía americana se ve eclipsada por la europea, que domina el conjunto de su obra y presenta sus películas más reputadas, también las más personales, muchas de las cuales desvelan parte de su pensamiento y de su postura ideológica. Dos de las constantes temáticas que reaparecen con mayor frecuencia durante este periodo son la pérdida (simbólica) de identidad, sufrida por algunos de sus personajes, y las agresiones que las instituciones cometen contra el individuo; constantes que, sin ir más lejos, se descubren durante la farsa judicial sufrida por el soldado anónimo en 
el consejo de guerra de Rey y patria (King and Country, 1964), en el tribunal inquisitorial y conservador que somete al hombre moderno en Galileo (1974) o en la desorientación que la legislación vigente aviva en la coproducción franco-italiana El otro señor Klein (Mr. Klein, 1976). Los tres títulos responden a igual número de situaciones concretas en la relación individuo-sistema: la indefensión del soldado frente a sus jueces, la traición de Galileo Galilei a sus ideas y a sus principios, presionado por la institución eclesiástica que se defiende de la posibilidad de cambio, y la negación del yo que provoca que Robert Klein (Alain Delon) pierda su identidad, aquella que no encaja dentro de las directrices establecidas por las leyes francesas durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial.


La intención de
Losey de señalar abusos recorre su obra, nace de su interpretación del momento histórico que le tocó vivir, de su pensamiento político y de su experiencia personal, en la que también fue perseguido por presentar ideas propias. Dichas ideas y la intención de expresarlas, y denunciar en la pantalla los abusos de poder, serían afines a las asumidas por Franco Solinas, guionista entre otras de Kapó (Gillo Pontecorvo, 1960), Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1961), La batalla de Argel (La batagglia di AlgeriGillo Pontecorvo, 1965) y Estado de sitio (Costa-Gavras, 1972). El escritor había trabajado en el guión de El otro señor Klein con vistas a que fuera dirigido por Costa Gavras, otro cineasta cuyo cine no esconde su posicionamiento ni su denuncia, pero las desavenencias del realizador de Z (1969) con el actor Alain Delon, protagonista y productor de la película, lo convencieron para apearse del proyecto, que fue a parar a las manos de Losey. El cineasta estadounidense se puso a trabajar junto a Solinas en un nuevo guión, y la comunión entre ambos jugó en beneficio del desarrollo de las ideas que encierra el film: la búsqueda de la identidad perdida, en un entorno que impide que el protagonista se encuentre.


El inicio, frío, deshumanizado y elocuente, denigra y desnuda a la mujer que está siendo reconocida por un médico que no determina si sus rasgos físicos son o no hebreos. La desconocida sale de la sala, se encuentra con su marido, que ha sufrido el mismo trance, y ambos coinciden en que nada saben, lo cual les depara temor, debido a los tiempos que corren. Este comienzo apunta dos aspectos relacionados con el tránsito de Klein: su desconocimiento de ser o no ser y el ambiente que domina en ese París donde se inicia su particular investigación para encontrar a su homónimo, el fantasma que siempre se le escapa o que podría estar en el mismo lugar donde él se encuentra. Pero, ante todo, y a pesar de que se visualice en el espacio externo como una intriga, la búsqueda del protagonista es interna y se desata al producirse el conflicto que le produce el leer su nombre en el envío de un periódico judío. S
i no le hubiese tocado a él, Robert no se habría preocupado por la suerte que sufren los judíos en París, una situación que en un primer momento no la asocia a sí mismo, porque no le afecta directamente, salvo para su provecho. De la indiferencia que muestra con el desconocido que acude a él porque se ve obligado a vender un cuadro, pasa a ser el desorientado que pretende encontrar al otro Klein que confirme su propia identidad.


La simbólica búsqueda de la imagen negada, aquella puesta en duda cuando descubre la existencia de ese otro, con quien le confunden en estatura e igualan en aspecto, deambula por lo kafkiano, por el recorrido existencial donde debe demostrar y demostrarse que él no es él, o que quizá ambos son él. Esta es la circunstancia que pretende aclarar, aunque le resulta tan enrevesada que, cada paso dado, apenas implica un mínimo movimiento que le acerque a su meta. Aunque el apellido Klein
 empieza por la consonante K, no es el único rasgo que emparenta al protagonista de El otro señor Klein con los personajes de Franz Kafka en El proceso y El castillo. La relación entre ellos se establece más allá de la letra, se encuentra en la infructuosa búsqueda que inevitablemente los atrapa, sin que nadie les ofrezca una aclaración a la situación a la que despiertan. De ese modo, atrapado en un entorno kafkiano, donde se suceden personajes y el recorrido estéril hacia la solución que no llega, Robert deja de ser dueño de su destino, que cae en manos de la justicia francesa que colabora con los nazis, de su nombre, debido al malentendido con su identidad, pues la policía asume que es otro, de su origen, judío o católico francés, e incluso de la duda de si el otro Klein no será la imagen que ha evitado ver hasta entonces.

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