Al inicio de
Los olvidados (1950),
Luis Buñuel introdujo un rótulo explicativo que apuntaba que en las grandes ciudades, supuestos símbolos del progreso, existían espacios grises donde la miseria era el pan de cada día, y la condena de la infancia a un presente sin esperanza. Nombró Nueva York, París, Londres y, así, finalmente pudo referirse a Ciudad de México sin temor a ser señalado por quienes prefieren no ver. La calificó de <<la gran ciudad moderna>>, halago tras el cual expresó que no es <<la excepción a esta regla universal>>. Aunque la introducción fue empleada como excusa, para evitar un enfrentamiento directo con la censura, las palabras que se leen reflejan una de las múltiples verdades que se pueden encontrar en las grandes superficies urbanas de cualquier época. Sin distinción de nacionalidades, en las metrópolis de aquí y de allí viven miserias, víctimas, ausencias y carencias similares que las hermana y las sonroja. Siguiendo una línea cercana a la expuesta por
Buñuel en
Los olvidados,
Mario Soffici abordó en
Barrio gris (1954) la situación de marginados urbanos que sobreviven en un ambiente de carestía en la zona de Buenos Aires. Pero sacar a relucir realidades hirientes, como la pobreza, la violencia o la desesperación que habitaban en las calles, no era tema que agradase a los censores, ya que una película que evidenciaba que no todo era armonía, no reflejaba la ilusión que se pretendía vender. Para evitar posibles contratiempos, como antes que él había hecho
Buñuel,
Soffici se vio obligado a buscar un recurso que alejase su mirada social de la censora. Así, escogió narrar la historia en tiempo pretérito, aunque la voz de Federico (
Carlos Rivas), el protagonista y narrador, relata su infancia y su juventud en presente. Dicha voz, cuyo abuso juega en contra de la realidad que muestran las imágenes, evoca su historia después de introducir una secuencia que reaparecerá avanzado el metraje. La voz procede de una sombra que se detiene y contempla a unos niños jugando en el parque. Ese espacio, recuerda, ya no es el aquel barrio pintoresco, suburbano y gris de su infancia. El progreso lo ha transformado. <<Es otro barrio, otra gente, otra infancia>>, acabará afirmando. La imagen idílica del presente, amenazada y observada por el espectro del ayer, apenas ocupa un par de minutos; los justos para dar a entender que lo que vendrá a continuación ya ha acontecido, y que en la época actual todo marcha según lo previsto y dicho por las autoridades. Federico es un niño que abandona la escuela para trabajar en el almacén de don Avelino (
Vicente Ariño). Trabaja para ayudar a su madre, que se desloma lavando y planchando por cuenta ajena para mantener un hogar donde nada recuerda a un hogar, solo a la miseria en la que mal viven. El niño crece y se convierte en un joven que continúa trabajando en el mismo local, sin apenas opciones a mejorar social y económicamente. El barrio vive entre las nubes grises de la fábrica donde trabaja su hermano, el alcoholismo, la violencia y los ajustes de cuentas, en la pobreza y en el engaño, así como en la comercialización del sexo. Estas son algunas de las características que definen el espacio y a él lo desorientan, aunque sin ser consciente de su desorientación, pero ¿cómo serlo, si el barrio y sus gentes siempre han sido así? Entre la realidad de las imágenes y la evocación del personaje,
Soffici, pionero del cine social argentino, prosigue su relato. Muestra los sueños de Federico, pesadillas más bien, su enamoramiento de Rosita (
Elida Gay Palmer), el silencio y el sufrimiento que este siente al ver a la mujer que desea en brazos de Claudio (
Alberto de Mendoza), el amigo a quien admira, por su elegancia y porque no necesita trabajar; más aún, lo idolatra al proyectar en él la imagen que desea verdadera: la del triunfador en un entorno que condena a perder. El protagonista revive su pesadilla, la de vivir sin encontrarse, viviendo en la desorientación de no tener identidad propia y en la obligación de complacer a Claudio. Su falta de autoestima y la personalidad frustrada lo convierten al tiempo en víctima y verdugo, pero sobre todo en víctima y verdugo de sí mismo.
Soffici señala el ambiente como agente que influye en el comportamiento del desheredado, pero también la ausencia de amor propio, de una figura paternal y de una infancia entendida como tal. Como consecuencia, el personaje interpretado por
Carlos Rivas se muestra injusto con Cigüeña (
Jorge Morales), su amigo desde la infancia, de quien se avergüenza años después, o con don Gervasio -figura paternal y equilibrada que el director de la película se reserva para sí-, quien ofrece al muchacho la oportunidad que desperdicia, y sumiso con el compañero de juerga, de quien busca aprobación y, hacia el final de la película, a quien culpa de sus errores, cuestión que ya apunta al inicio, cuando de niños le entrega un álbum repleto de dibujos de estampas femeninas desnudas. Pero hagan lo que hagan, sean culpables o inocentes, la única circunstancia que parece cierta es que los chicos de
Barrio Gris están condenados. Da igual que asuman la honradez y la inocencia, como escoge Cigüeña, la vagancia, la manipulación y el vivir de las mujeres, que definen a Claudio, o el escudarse tras el muro de autocompasión que, por momentos, se observa en el narrador; pues ninguno encontrará una salida mientras su barrio sea ese y no <<otro barrio, otra gente, otra infancia>>.
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