lunes, 15 de enero de 2024

Frank Borzage, amor en la gran pantalla


Resulta un tanto absurdo complicarme con cualquier cuestión, aunque a veces acabe complicándome la vida con simplezas a las que confiero mayor importancia de la que inicialmente tienen o requieren. En realidad, tienen las que uno les atribuye, no van más allá, de modo que igual podrían ser nada que todo y transformar un grano de arena en un problemón, tal como le sucede a Galindo en la hilarante comedia El grano de mostaza (José Luis Sáenz de Heredia, 1962). Y ya si se trata de pensar el cine como una cuestión autoral o artesanal, la idea me invita a dejarla de lado o a pensarla cuestionable, más si cabe al llevarla a la industria hollywoodiense, donde hay norma y hay excepción. El sustantivo “industria” trae a la mente la idea de fábrica, operarios, producción, producto, mercado, consumidor, negocio... Hacia mediados de la década de 1920, Hollywood era la suma de varias grandes factorías —Paramount, MGM, Warner, Fox, Universal— y otras no tanto, como Columbia, y así lo asumían los jefes de los distintos estudios, los distribuidores de películas, los dueños de las salas (que solían pertenecer a las compañías cinematográficas hasta la sentencia antimonopolio que cambió las normas para que apenas cambiase nada, salvo el dinero de manos) y los empleados de las ricas majors y de las pobres de Poverty Row, entre quienes se contaban cineastas, guionistas, operadores, decoradores, porteros, oficinistas, publicistas, carpinteros, pinches y jefes de cocina, vigilantes, algún matón… y las estrellas, que fueron la invención más lucrativa, pues el brillo que el público aceptó febril disparó las ventas y, consecuentemente, los beneficios de las distintas empresas.

Por aquel entonces, se crearon los géneros. Se hacían películas de acción (sobre todo westerns y aventuras), cómicas, (melo)dramáticas,… para el lucimiento de tal actor o cual actriz. Es decir, se creaba la imagen que se repetiría en la pantalla con mínimas variantes en sucesivas producciones —claro que había excepciones que buscaban algo más, quizá se buscasen a sí mismas en un medio de expresión que permitía hablar sin palabras, mediante imágenes— hasta que otras nuevas aparecían en el firmamento industrial y sustituían a las anteriores y así hasta la fecha. Hoy, el cuento sigue funcionando con métodos similares, aunque más estruendosos: bombardeo de publicidad, un nombre asociado a un rostro y a la idea que genera, la complicidad inconsciente y el deseo del público, y el reclamo ya está puesto. Fabricar una estrella no era tarea fácil, tampoco lo es ahora, requiere un trabajo que también forma parte del negocio y convencer al público de que es la que quiere (hasta que deje de apreciarla o adorarla). En la mayoría de los productos hechos en Hollywood, las estrellas continúan siendo quienes marcan la diferencia en la recaudación y quienes condicionan cómo será la película; un ejemplo claro sería Tom Cruise. Son quienes llaman la atención para que se acuda a las salas. Pero, en ocasiones, también hay y hubo directores estrella que atraen al público, que acude al cine a ver sus películas.

En la actualidad, casos como Quentin Tarantino o Christipher Nolan son evidentes. Desde hace años, son directores estrella. Se acude a ver sus películas, no por sus intérpretes, sino por ellos, por su propia popularidad. Igual que sucedía con Hitchcock en su momento de mayor esplendor o, ya fuera de Hollywood, con Fellini en Italia, Truffaut en Francia o Lang y Murnau en Alemania, por citar cineastas que conectaron con un amplio sector del público. Salvo unos pocos que tenían sus propias compañías, la mayoría trabajaban para los estudios y sabían en qué consistía su labor: rodar el material que les llegase de arriba. No caía del cielo, sino que llegaba del departamento de guionistas a través del filtro del productor. Los directores no protestaban las decisiones de los mandamases y, en la mayoría de las producciones, se mantenían dentro de los plazos de rodaje y de los gastos. Rodaban los guiones que les entregaban, conscientes de que no eran sus películas, sino las de esta empresa o aquella otra. Así eran Fred Niblo, Sam Wood, Victor Fleming o W. S. Van Dyke entre otros muchos que conocían su oficio. Sabían rodar las historias y hacer de ellas imágenes atractivas, entretenidas, incluso inolvidables, como confirman algunas películas suyas que hoy se consideran clásicos del cine. Otros, los menos, tal Chaplin, Ingram o Stroheim, que serían algo así como ejemplos extremos en el cine hollywoodiense, eran más independientes y buscaban alternativas para lograr que sus propósitos prevalecieran sobre el de los magnates y productores cinematográficos. De entre estos, hay pocos cineastas estadounidenses clásicos que se descubran sus temas a simple vista. Uno de ellos es, sin duda, Frank Borzage, que insiste en su temática sentando las bases del melodrama; pero los teóricos no lo tomaron como ejemplo, a pesar de que fue el primer maestro del género en el que poco después también destacaría John M. Stahl y, más adelante, Douglas Sirk o Vincente Minnelli, cuyos primeros trabajos en la dirección igual son más obra del productor Arthur Freed que suya (sin ánimo de restar méritos a un cineasta de la talla de Minnelli).

De quienes hacían cine en Hollywood, suele nombrarse a Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Howard Hawks, Alfred Hitchcock u Orson Welles como únicos autores de sus películas, y se ningunea o resta autoría a los Rex Ingram, Raoul Walsh, Clarence Brown, William Wyler, Gregory LaCava, Mitchell Leisen o Frank Borzage, quien ya era un artista con universo cinematográfico propio antes de que los “autores” (salvo quizá Lubitsch) construyesen el suyo. De hecho, es un cineasta un tanto olvidado por el aficionado actual y muchos de quienes se autodenominan cinéfilos —todavía dudo en qué consiste serlo—, con la excepción de su adaptación de Adiós a las armas (Farewell to Arms, 1932), de la famosa novela homónima de Ernest Hemingway, y quizá El séptimo cielo (Seventh Heaven, 1927), un éxito de taquilla en su momento. Como antiguo actor, Borzage prestaba atención a la dirección de sus intérpretes; le interesaba crear personajes por encima de la técnica, aunque esto no quiere decir que no fuese un espléndido narrador (audio)visual. Más que amantes, sus personajes son soñadores, ilusos, ingenuos, cuya inocencia e ilusión sobreviven gracias al amor; pero hay mucho más en su cine. Fue de los primeros y de los pocos de Hollywood en señalar el peligro totalitario en Tres camaradas (Three Comrades, 1938) —que perdió la mayor parte de su crítica debido a la eliminación del guion de las partes que pudiesen molestar al gobierno nazi— y Tormenta mortal (Mortal Storm, 1940). También fue convenció al prestigioso pianista Arthur Rubinstein para que trabajase en La gran pasión (I’ve Always Loved You, 1945), que fue su primer trabajo para el cine. Borzage fue un pionero que debutó en la dirección en 1915 —con la película de dos rollos The Pitch O’Chance (1915)—, tras empezar como actor a las órdenes de Thomas Harper Ince en On Secret Service (1912) y continuar bajo su tutela en sucesivos títulos. Ince fue el primer maestro que tuvo, pero no fue el único. Durante su aprendizaje como actor también fue dirigido por Allan Dwan y Wallace Reid, entre otros. Con los años, a medida que iba apartándose de la interpretación y centrándose en la dirección, alcanzó maestría propia y ya en la década de 1920 era considerado uno de los grandes gracias a la excepcional acogida de Humoresque (1920), el título que lo situó entre los mejores realizadores de Hollywood. Durante el periodo mudo pasó por MGM —ya en el sonoro, volvería a trabajar para el estudio dirigido por Louis B. Mayer— y posteriormente firmó con William Fox para quien trabajó desde Lazybones (1925) hasta Sangre joven (Young America, 1932). Entremedias, rodó su primera película hablada, Nuevos ricos caprichosos (They Had to See Paris, 1929), y varias de sus mejores producciones: El septimo cielo, El ángel de la calle (Street Angel, 1928) y Estrellas dichosas (Lucky Stars, 1929), las tres protagonizadas por Janet Gaynor y Charles Farrell. También fue de los que mejor supo dar el salto al sonoro, prueba que superó con nota en títulos como Fueros humanos (Man’s Castle, 1933) y Deseo (Desire, 1935). Su carrera continuó a lo largo de un cuarto de siglo más —hasta 1961—, siendo uno de los cineastas que logró mayor independencia, como parece señalar que, tras la Segunda Guerra Mundial, se distanciase de Hollywood debido a su descuerdo con la nueva industria, más agresiva en sus métodos de producción…



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