Producida por el mítico productor de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), Hal B. Wallis, y escrita por el popular comediógrafo Neil Simon, a partir de su exitosa comedia homónima, Descalzos por el parque (Barefoot in the Park, Gene Saks, 1967) reúne en pantalla a Robert Redford y a Jane Fonda para que den vida a una pareja de recién casados ante su primera crisis matrimonial. Los primeros días son idílicos, los pasan en un lujoso hotel neoyorquino y, aunque no se muestre en pantalla, disfrutan de su luna de miel. Pero todo cambia cuando la normalidad se hace con sus vidas y las personalidades de ambos cónyuges se distinguen y distancian debido a sus distintas prioridades. Esto da pie al enfrentamiento de intereses, a la búsqueda del equilibrio, al enredo y a la comedia, a la evasión de la realidad, fuga por la que apuesta el film al bromear situaciones. Da igual que se sepa que todo es mentira, que se esté ante la enésima crisis matrimonial que será vencida por la ensoñación del amor vista por el cine de Hollywood. Menos mordiente que en La extraña pareja (The Odd Couple, 1968), otra adaptación suya de Simon, Saks realiza en Descalzos por el parque un acercamiento amable a la vida conyugal que encuentra sus mejores argumentos para atraer al público en la presencia de Fonda y Redford, cuya colaboración funciona en la pantalla —lo haría en varias ocasiones más—. Él es un joven abogado en busca de abrirse camino y ella una mujer de su hogar o, como afirma en un momento puntual: una esposa; pero sería mejor decir que ambos son caricaturas de la típica pareja de enamorados en una historia de amor cinematográfica que, en la segunda mitad de la década de 1960, sonaba a un cine anterior, pues toma como modelo la comedia del Hollywood clásico y encierra a sus personajes en decorados donde el enredo se enriquece y cobra mayor comicidad con la presencia de Charles Boyer y Mildred Natwick. El idilio de los primeros días dan paso a la instalación del matrimonio en el apartamento que ha de ser su hogar, pero al que cuesta llegar porque carece de ascensor; está carencia marca lo que se supone los primeros minutos cómicos de una comercia “romántica” al uso, que carece de novedad, pues no pretende nada nuevo, ni sermonea ni pretende reflexionar sobre el matrimonio; y si tal, ironizar. Ese tono, poco exigente, conecta con el público que no busque mayor acidez al asunto, pues carece de ella, no se trata de mostrar el matrimonio a lo Billy Wilder en Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1966), sino de mostrarlo como algo idílico que puede sufrir algún revés superable…
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