sábado, 23 de abril de 2022

Ménilmontant (1925)


Hay más cine y experimentación, visual y en el uso del montaje, en la media hora de duración de Ménilmontant (Dimitri Kirsanoff, 1925) que en la mayoría de los híbridos actuales de cine, teatro filmado, televisión, cómic, videoclip, videojuego, conformismo, desgana y demás componentes. Aunque no haya visto la mayoría de las películas francesas de 1925, no me parece exagerado afirmar que Ménilmontant es uno de los films más vanguardistas de entonces. No sé ayer, pero hoy, al verlo, su ritmo, su atmósfera opresiva y su modernidad impresionan (entiéndase como la sensación  subjetiva que me produce el momento de contemplar algo que ni es pasado, ni presente, que supera esos límites porque su visionado no me los plantea). Y si ahora puede causar tal sensación; a mediados de la década de 1920, quizá impactase, sorprendiese o dejase sin saber qué decir respecto a la sucesión de imágenes que va dando forma a un film psicológico, tenso y angustioso, de poética pesimista, que abandona la infancia e inocencia del campo y se instala en un ambiente urbano acelerado, corrupto e impasible frente al sufrimiento. Su lirismo trágico y su capacidad para emocionar se mantienen intactas, como también la sombra de imposibilidad que envuelve y atrapa a los personajes, una sombra similar a la que formaría parte del realismo poético que Jean Renoir, Julien Duvivier, Jacques Feyder, Jacques Prévert, Marcel Carné, entre otros destacados cineastas y guionistas, desarrollarían con brillantez durante la década de 1930.



A mediados de los años veinte, los cineastas de medio mundo continuaban descubriendo las posibilidades y desarrollando el uso del montaje como parte fundamental del lenguaje cinematográfico —con los soviéticos Lev KuleshovSergei Eisenstein, Esfir ShubDziga Vertov, Vseudolov Pudovkin a la cabeza. Esto lo podemos comprobar al inicio de Ménilmontant, segundo film del exiliado ruso Dimitri Kirsanoff, en la velocidad de los planos que emplea para agudizar el impacto y la violencia que se observa en la sucesión cortinas, ventana, pareja, puerta, huida desesperada, hacha, pelea, mujer, hombre, agresor que empuña el hacha, golpes y herramienta/arma al suelo de barro. En ese instante de violencia inusitada se establece el tono trágico de una película que muestra a las dos hijas huérfanas en la inocencia, hasta que descubren el asesinato de sus padres. El blanco que visten se cambia por el negro de su destino y se alejan del cementerio donde reposan los restos de sus padres asesinados. Ambas caminan juntas hacia un futuro que se convierte en el presente urbano al que nos trasladan las imágenes, las cuales, por un instante, apuntan una mini sinfonía urbana que deja su lugar al drama, entre realista, popular y poético, que se produce en Ménilmontant, por aquel entonces barrio marginal, donde las dos hermanas son seducidas por el mismo joven maleante (Guy Belmont), que las engaña y las distancia.



La mayor (
Yolande Beaulieu) se ve empujada a la prostitución, la joven, interpretada por Nadia Sibirskaia, queda embarazada y da a luz en la más absoluta pobreza y soledad. De nuevo a través del montaje, Kirsanoff habla; en esta ocasión insinúa la idea del suicidio de la joven cuyo rostro se intercala con las aguas del río en una sucesión que aumenta la tensión de un film ya tenso desde su inicio; aunque, finalmente, la heroína trágica cambia de idea y prosigue su penoso deambular urbano hasta detenerse en el parque y sentarse en un banco donde el frío se hace visible en su respiración y en la del anciano que, al observarla con el bebé y famélica, comparte con la desdichada un trozo de pan y algo de embutido. Instantes después, Kirsanoff cierra Ménilmontant con el reencuentro de las hermanas y con un final que retoma la violencia del inicio e impacta de modo similar para poner el broche al padecimiento cinematográfico de las heroínas protagonistas.



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