domingo, 4 de junio de 2023

Vidas cruzadas (1993)


¿Quién asegura que un encuentro inesperado entre desconocidos no influye en las vidas de ambos y de otros? ¿O simplemente que las existencias de estos y aquellos se encuentran conectadas por hilos invisibles en una cercanía conocida y en la distancia ignorada? Partiendo de varias historias de Raymond Carver, Robert Altman se libera de la sombra del autor literario y lo mira de tú a tú, haciendo suyo lo que puede ayudarle a realizar el cruce vital que se observa en su adaptación cinematográfica. La cual, más que una adaptación, es una creación propia del cineasta de Kansas, que reúne en Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993) otro reparto de los que se dice de “lujo” y entrelaza trozos de vida, de existencias comunes y privadas, que se cruzan unas con otras afectando la cotidianidad de cada individuo, sin que ninguno lo perciba o quiera percibirlo. La clase media estadounidense diseccionada por Altman, que venía de radiografiar Hollywood en El juego de Hollywood (The Player, 1992) —y que no tardaría en hacer lo mismo con la apariencia y la moda en Pret-a-Porter (1994)—, queda al desnudo, despojada del “sueño americano” y arrojada a la deriva de la insatisfacción cotidiana, de distancias emocionales en matrimonios rotos y en relaciones familiares que desmienten la existencia de dichas relaciones, al menos en la ausencia de la generosidad que podría hacerlas satisfactorias.

Si bien Altman parte de Carver para exponer sus historias, hay otras influencias o ideas parejas en su visión del espacio humano que muestra en pantalla. En Corre, Conejo, John Updike radiografía esa clase media que no da mayor opción que la de ser rechazada por su protagonista, que abandona familia, hogar, trabajo, que siente como cadenas que inmovilizan o atan corto. Así que rompe con esos tres pilares sociales sobre los que se sostiene cualquier sistema, hasta que se demuestre lo contrario, sea o no de consumo, y se lanza a ciegas en busca opciones que tampoco harán de él alguien feliz. En todo caso, Conejo es al tiempo víctima y victimario de sí mismo y de su relación con el espacio humano al que no desea pertenecer. Es un tipo egoísta que no desentonaría en el film de Altman, salvo que él es consciente de su prisión, mientras que los personajes de Vidas cruzadas, igual de ciegos y sordos a las necesidades ajenas que los personajes de Updike, viven en ella sin prestarle atención, como si ya nada importase fuera de su minúsculo universo de lo cotidiano. Son insensibles al dolor ajeno, y viven el propio negándolo, incluso confundiéndolo o dejándose arrastrar por egoísmos y por su huida de la realidad, encerrándose en sus cada vez más reducidos espacios. Allí, aislados, viven sin vivir o creyendo que viven. No hay posibilidad de final feliz, aparte de que en la vida no haya más final que uno. Lo que hay es el permanecer el mismo sitio para unos, la pérdida para el matrimonio que ha visto morir a su hijo o el cambiar a otra cotidianidad similar; y en casos extremos, optar por el suicidio. Sin olvidar cierto grado de comicidad, pues, de lo contrario, el visionado y la sensación generada por sus imágenes, personajes y situaciones, apuntarían falsedad en aquello que Altman va desvelando (y en cierta medida, caricaturizando) a lo largo de las tres horas de Vidas cruzadas: abusos, incomunicación, sexo, egoísmos, aislamiento, soledades, infidelidades, insatisfacción, imposibilidad, violencia, locura, cansancio ante la rutina que pesa y afecta, al tiempo que genera la duda de si son las propias personas las que pesan y se ahogan en la indiferencia o en la imposibilidad, según quien, sin siquiera plantearse el origen de un “mal” que ya parece endémico…










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