viernes, 9 de junio de 2023

Todos somos necesarios (1956)

Con Balarrasa (1949) José Antonio Nieves Conde obtuvo un enorme éxito popular, quizá el mayor de su carrera cinematográfica, pero su film más conocido en la actualidad es Surcos (1950), drama urbano en el que daba paso a un tipo de cine social inédito en la España de entonces, quizá por ello hoy sea su película bandera y la rememoremos mitificada —dicho sin ánimo de restarle su evidente valor—. En su ayer, tras serle retirada la calificación “de interés nacional”, la película pasó desapercibida, más que incomprendida, pues se comprendía demasiado bien la cuestión social expuesta por Nieves Conde, que había elaborado el guion de la película junto a Gonzalo Torrente Ballester, a partir de una idea de Eugenio Montes. A Nieves Conde también se le debe Los peces rojos (1955), una de las cumbres del cine negro español escrita por Carlos Blanco, y El inquilino (1957), otro espléndido y maltratado retrato social de la época. Satírica, kafkiana y pesimista, El inquilino tuvo un encontronazo directo con la censura, que ya le había incordiado en Surcos y en Los peces rojos, en las que se vio obligado a cambiar el final por imposición censora. En la actualidad, estas cuatro son sus películas más conocidas, pero hay otra, más o menos oculta en su filmografía, que no desmerece entre lo mejor de este cineasta segoviano que buenamente intentó hacer el cine que quería y, como la gran mayoría, tuvo que hacer el que le dejaron realizar. Triste realidad del medio, más allá o acá de la época y de la censura practicada por la ideología en el Poder (que evidentemente afecta). Pero de algún modo logró realizar una serie de películas clave en el cine español, entre las que se cuenta Todos somos necesarios (1956), coproducción hispano-italiana que desarrolla la mayor parte de su drama y de su crítica social en el interior de un tren nocturno durante una tormenta de nieve.

El tren resulta un transporte ideal para hacer de él un espacio metafórico de la sociedad. Sus vagones y compartimentos dan cabida a la diversidad en la que se reconocen distintos grupos sociales; en este caso desde hombres de negocios hasta ex presidiarios, decantándose la balanza de la simpatía de Nieves Conde y de Faustino González-Aller, su coguionista, hacia los segundos. La corrobora el protagonismo de quienes salen del penal y las palabras del personaje de Rafael Durán cuando dice, en defensa de los ex convictos, contra los prejuicios y mezquindad del decente señor Alberola, que <<hay más asesinos y ladrones fuera que dentro, sobre todo ladrones>>. Respecto a esto, las sensaciones generadas por la situación que se vivirá en el tren, una que se acota al tiempo que dura el trayecto ferroviario, unidas a los comentarios y a las miradas de rechazo hacia los ex convictos, desvelan homogeneidad en prejuicios, hipocresía y volubilidad. Ante esto, Julian (Alberto Closas) parece tenerlo claro. A la puerta del correccional, ya puestos en libertad y antes de llegar a la estación, camino hacia quizá ninguna parte, asegura a sus compañeros <<que lo mismo me da estar dentro que fuera. La cárcel ya va con nosotros para siempre.>> Sus palabras adquieren doble sentido, ya que los extraños lo juzgan como a un ex convicto; y él, su más severo juez, se lleva la cárcel consigo. Justo al inicio del film, vive un doble encierro: físico y psicológico. De ahí el uso de un breve travelling que muestra los barrotes de la penitenciaria, de acero metálico y también simbólico, el material del presidio mental del que todavía no se ha liberado cuando sube al tren.

Nieves Conde no precisa efectismos ni litros de hemoglobina que salpiquen los compartimentos y la pantalla, aunque un hilo de sangre lo haga en un momento determinado del film, para abrir y cerrar la herida interior que vive el personaje de Alberto Closas, un cirujano que ha cumplido cinco años de cárcel por realizar una operación a vida o muerte en la que la balanza se decantó desfavorable, y abordar aspectos de la sociedad española, de hegemonía bienpensante e incapacitada para pensar con independencia de hacia dónde sople el viento. Tal volubilidad la apunta Todos somos necesarios e insiste en ella, pues se decanta por el lado humano e introduce hombres y mujeres de todo tipo y condición para ofrecer un retrato social que por momentos saca los colores de una sociedad donde la hipocresía tiene tanta presencia como los prejuicios o esa volubilidad de la mayoría, gente de bien que asume la superioridad moral desde la que juzgan a los tres ex reclusos, que resultan los personajes más positivos del film. Pero Todos somos necesarios mitiga su discurso crítico en su parte central y se vuelve en la batalla interior del protagonista, cuando, no sin motivo, se necesita la colaboración de todos los personajes.

El título y el medio de transporte escogidos nos dicen a las claras que todos viajamos en el mismo “tren”. Este mensaje no tiene caducidad, igual vale para 1956 que para 3547, si todavía existe alguien para colaborar o para meterse el dedo en el ojo. Y en colaboración también se produjo el film, que fue una coproducción hispano-italiana. Por entonces estaba de moda el régimen de coproducción, más que nada porque implicaba una serie de beneficios para los productores. Esta situación explica la presencia en Todos somos necesarios de Folco Lulli, inolvidable en su papel en La Gran Guerra (La Grande Guerra, Mario Monicelli, 1959), que comparte protagonismo con Alberto Closas, uno de los grandes actores españoles de la época, y José Marco Davó. El trío de actores da vida a los tres ex-convictos, que si bien aparentan ser diferentes, podrían ser tres estados de la psicología del individuo frente a la sociedad que determina su lugar. Por ejemplo, el conflicto de Iniesta es la ausencia de conflicto. Ha aceptado que su lugar no es otro que la intermitencia: entrar y salir de presidio. Al presentarse a Alicia, la mujer de Nicolás, le dice: <<Don Bartolomé Iniesta, alias “el Nene”. Profesión: presidiario>>. Lo asume, ya no lucha contra la imposibilidad propia, aunque sí luchará por la de los inocentes. Es su generosidad natural, que ha sobrevivido al encierro. Su gesto resulta más generoso que ninguno otro: se apea del tren y camina sobre la nieve en un intento de lograr asistencia sanitaria para el niño cuya enfermedad saca a la luz el conflicto de Julián, al tiempo que agudiza la mezquindad del padre del muchacho, el señor Alberola, más interesado en juzgar y condenar a los ex reos, en seducir a su secretaria y en fomentar la culpabilidad y la amargura en su mujer, que en la salud de su hijo…

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