martes, 8 de octubre de 2019

La balada de Buster Scruggs (2018)


Las imágenes de un artista que observa los movimientos del observado, de un "capón calculador", de un empresario circense que sopesa una piedra, del río que fluye bajo su mirada y donde arroja el pedrusco, por sí solas, no dicen mucho, pero si se encadenan cobran un significado que el espectador entiende sin necesidad de imágenes que rellenen los huecos -el espacio abierto a la imaginación de quien contempla- que engrandecen la conexión establecida entre lo omitido y lo interpretado, ni de palabras que expliquen y redunden en aquello que ya se comprende. A eso lo llamaré querer hacer cine, y hay intención y hay cine en La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018), pero, en su conjunto, resulta una película en la que las partes que la componen no funcionan al mismo nivel. Tengo claro que, al enfrentarse a una película compuesta por diferentes episodios, el realizador, en este caso realizadores, se enfrentan al reto de que los capítulos no presenten altibajos. Para la mayoría, excepto para los Griffith, Dreyer, Lang o Rossellini que superaron la prueba y algunos títulos que me vienen a la memoria, dicha dificultad resulta insuperable, y lo resultó para los hermanos Coen. En su irregular deambular por los diferentes episodios emplean con mayor o menor acierto la mayoría de tópicos del western, desde el pistolero cantante, de modales exquisitos y apariencia angelical, hasta las caravanas de colonos, con buscadores de oro de por medio, y cuatreros, ahorcamientos, indios, diligencias e incluso empresarios ambulantes que se suman al espectáculo del viejo oeste. Aunque todos estos ingredientes le conceden su forma de western, no quiere decir que en esencia la película lo sea, pero sí indica el interés y el conocimiento que Joel y Ethan Coen tienen sobre el género o, quizá sería más exacto, su interpretación del género, pues asumen las características genéricas propias de las películas del oeste para introducir personajes y situaciones que remiten a su universo cinematográfico, donde (casi) siempre hay cabida para la mezcolanza genérica. No puedo negar que los errores y los aciertos se suceden en La balada de Buster Scruggs, pero resulta una grata sorpresa contemplar el episodio All Gold Canyon, el cual, por sí solo, vale por todo el film. Dividida en seis pasajes, que se suceden mediante las páginas de un libro, el episodio cuarto, interpretado por un espléndido Tom Waits, se desarrolla en un espacio virgen donde se establece la relación entre el paraje y el minero que rompe la armonía natural que dominaba hasta su irrupción. Ese espacio y ese personaje son lo mejor de la película, como también lo son la delicadeza, la precisión y la poética humana y visual que observo en la pantalla, entre la naturaleza alterada y el viejo buscador que, paciente, minucioso e incansable, busca del filón de oro al que humaniza. Le habla, le dice que irá en su busca, que ambos son viejos, aunque el filón más, o lo saluda cuando se produce su encuentro. La actitud de minero respecto a la veta informa de que se ha acostumbrado a la soledad que lleva consigo al cañón, una soledad que solo existe con la presencia humana, y que comparte con su burro "Suertudo", quizá el único ser vivo con el que mantiene relación. Las imágenes del río, de la flora, de las mariposas, de un ciervo y de la soledad que acompaña al buscador, unidas a su esforzada dedicación y a la destrucción del espacio, se encuentran a la altura de lo mejor de los Coen. Claro está, existen otros buenos momentos en La balada de Buster Scruggs, pero ninguno me atrae tanto como este pequeño fragmento cinematográfico que sobresale sobre el resto de las historietas narradas en la película, historias, mitos y leyendas que deambulan entre el musical, la comedia, la parodia, el homenaje e incluso el terror sugerido en su último episodio. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario