viernes, 11 de octubre de 2019

Avaricia (1924)


Vuelvo la vista atrás y comparo el cine con un océano. Tiene sus corrientes, sus movimientos, sus aguas internacionales, sus momentos de calma y de tormenta. Está salpicado de islas creativas, presenta distintas profundidades y su superficie es visible al ojo humano. Hay fauna, naufragios, tesoros emergidos o sumergidos a la espera de ser rescatados, productos de recreo, mercancías, piratas y también residuos que lo contaminan. Todo tipo de navegantes, de trabajadores y de pasajeros lo transitan. Algunos se alejan de la costa, otros se quedan en la cercanía, quizá por la comodidad que supone no distanciarse de tierra conocida, quizá por temor a adentrarse en zonas inexploradas. Pero mucho antes de ser océano, fue un río con afluentes, un caudal silencioso y creciente que en libertad se abría paso hacia el mar navegado por pioneros que se aventuraban sin brújula, pero con rumbo. Buscaban ensanchar la superficie de un espacio de imágenes en movimiento destinado a ser el más popular de los espectáculos y de los medios de expresión y de evasión. Y ahí, por un breve instante, destacó la figura de
Erich von Stroheim, un adelantado cinematográfico que osó ir donde ningún otro había estado antes. Pagó el precio de su osadía. A Stroheim le arriaron las velas de su creatividad cuando apenas las había desplegado. Pero las aguas que exploró fueron conquistas que hicieron más grande el mar de celuloide. Algunos lo calificaron de excéntrico, otros de desmesurado, malas lenguas le llamaron depravado e incluso hubo quien pensó que estaba loco, pero ¿qué genio no es calificado de chiflado por quien no comprende su genialidad?


Irving Thalberg no la comprendió o, de hacerlo, no quiso reconocerla porque chocaba con sus intereses. Tras abordar la nave de Stroheim, "el último magnate" acabó echando por la borda al capitán. Este relato marino no pretende escapar a la realidad que deparó la intervención de Thalberg. El ejecutivo, por aquel entonces al servicio de la Universal de Carl Laemmle, minó la autoridad del director en su barco durante la travesía de Los amores de un príncipe (Merry-Go-Round, 1923) y finalmente lo arrojó por la borda. Este instante supuso el principio del fin de la carrera del cineasta y marcó el final de una época en Hollywood, la del director creador de películas, y el principio de otra, la del productor amo y señor de los films realizados en su feudo. Algo cambió en ese momento, la población hollywoodiense fue consciente; el férreo sistema de estudios y la producción en cadena habían llegado para quedarse. Pero Stroheim no se rindió y buscó libertad en otras aguas, un nuevo reto y nueva compañía, la Goldwyn, y se embarcó rumbo a la adaptación de la novela McTeague, de Frank Norris. Mas Avaricia (Greed, 1924) no era una isla, era un territorio cuya inmensidad apuntaba a continente. Su tamaño se agrandaba a medida que el cineasta se adentraba en él, pues su visión superaba cualquier expectativa imaginable...


Stroheim controlaba cada aspecto de sus películas, desde el guión hasta el montaje, pasando por el vestuario, la elección del reparto e incluida la música de acompañamiento que sonaría en las salas, y le traía sin cuidado las fechas previstas. Nunca engañó en esto, cualquiera en Hollywood lo sabía, y la Goldwyn Pictures lo sabía. La empresa tampoco pasó por alto que alguien así era un riesgo, más aún para un estudio que iba a la deriva y necesitaba éxitos inmediatos que lo alejasen del hundimiento definitivo. Era <<el director de más talento de Hollywood. Von Stroheim era el mayor argumento contra el cine de productor. Era, sin duda, un genio, y sin duda, tendrían que haberle dado libertad suficiente para que hiciera lo que le viniese en gana, aunque a primera vista pareciera una locura>>1. Pero la desmesura del genio era un problema y la solución pasaba por incluir, entre la libertad total creativa prometida, topes presupuestarios, de metraje y de tiempo de rodaje. El responsable de Esposas frívolas (Foolish Wives, 1922) aceptó, aunque ¿qué libertad era esa? ¿La de poder rodar a sus anchas dentro de los márgenes establecidos y, si jugaba bien sus cartas, llegar más lejos? El caso es que Stroheim llevaba tiempo pensado adaptar la novela, no pretendía una transcripción literal de la misma, ni un acercamiento superficial, quería crear su propia tragedia griega. Así, cuando concluyó el guion, el presupuesto ya doblaba el previsto por la compañía, pero, nadie sabe por qué, recibió luz verde. Llenó su nave de escenas rodadas en exteriores, de minuciosidad y gusto por los detalles visuales, de naturalismo heredado de la novela, de inventiva propia, de atmósfera cargada de sordidez, opresión, y momentos de angustia, de profundidad de campo y puso rumbo a la tragedia humana. Mezcló todo ello y más, priorizó la psicología de los personajes, su paso de seres racionales a bestias humanas y su inevitable proceso de destrucción. Se tomó su tiempo para presentar las personalidades de los protagonistas, el trabajo en la mina, los padres de MacTeague (Gibson Gowland), su aprendizaje de dentista, su desconocimiento del sexo opuesto, su llegada a San Francisco, a un edificio donde abre su consulta y donde establece su relación con Marcus (Jean Hersholt), quien a su vez mantiene una con Trina (Zasu Pitts), a quien, tras un accidente, lleva ante su amigo.


Pasados los momentos de calma, la tormenta se cierne sobre los personajes y la parte instintiva aflora, domina sus naturalezas: MacTeague se convierte en un animal herido, sin ambiciones, sin amor propio; Trina pasa de su imagen angelical, a la mujer reprimida que teme la noche de bodas, y de ahí a dejarse dominar por la enfermiza codicia que la obliga a descuidar cualquier aspecto que no sea amontonar monedas, las cuales, ya roto el matrimonio, extiende sobre la cama antes de desvestirse y acostarse con ellas. Son sus amantes, su obsesión, su único deseo. La relación entre ambos personajes se deteriora en la pantalla desde el mismo día de su boda, cuando el sacerdote celebra el enlace y, por la ventana abierta del apartamento, se observa, al fondo, la calle por donde desfila un cortejo fúnebre. Ese magistral instante cinematográfico 
elimina cualquier tipo de duda respecto al futuro del matrimonio. Conocido su destino, Stroheim iguala a la pareja humana con los canarios enjaulados. Viven atrapados en la codicia y mezquindad de Trina y en la impotencia de Mac, transformada en alcoholismo y brutalidad —apuntada durante los primeros compases, en la escena en la que arroja a un minero al río. El rencor de Marcus hará el resto, y la historia avanza hacia su final de sol, aridez, inmensidad desértica, calor e imposibilidad, en el "Valle de la muerte" mientras extiende su metraje más allá de las ocho horas de duración, tiempo que el estudio, ninguno, se podía permitir en un estreno comercial. Por aquel entonces, apurando sus últimas opciones, la Goldwyn redujo el montaje original (que posiblemente no era el definitivo del cineasta) a tres horas y, ya unida a la Metro y con Thalberg de nuevo en acción, hubo más cortes, hasta alcanzar un metraje de menos de dos horas que, si bien poseen grandeza, elimina la idea de lo colosal que llegó a ser la Avaricia pretendida por el cineasta. En la década de 1990 hubo un intentó de restaurar la versión de Stroheim, pero el material se había perdido y las foto fijas con las que se pretendió rellenar el vacío solo agudizan la sensación de pérdida, irreparable e incalculable, de uno de los grandes tesoros que flota por el océano cinematográfico.



1.Orson Welles en Peter Biskind. Mis desayunos con Orson Welles (traducción Amado Diéguez Rodríguez). Anagrama, Barcelona, 2015

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