miércoles, 9 de octubre de 2019

Érase una vez en Anatolia (2011)

Imagino a alguien dentro de una sala de edición, intentando suprimir del montaje de dos horas y media de Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu'da, 2011) los minutos de pirotecnia, de artificios, de ruidos y diálogos insustanciales. El resultado de los cortes daría pie a un metraje de ciento cincuenta minutos de búsqueda, de existencias, de comportamientos y de labores humanas en la desolación, de conversaciones y silencios, alterados estos por sonidos de truenos, viento, grillos o de fluidos corporales que precipitan en la sala donde se practica la autopsia del cuerpo que ha servido de excusa para el viaje. El cine, lo que busco en él, no se compone de sorpresas ni espectacularidad a toda costa, ni de aparentes innovaciones que, además de resultar vacías en muchos de los casos, no son novedosas. Es cuestión de que me cuente y transmita algo, quizá una historia, tal vez un sueño o una fantasía, una idea, un cuento o una realidad cualquiera, como la expuesta por Nuri Bilge Ceylan en su recorrido anatómico, nocturno y diurno, por espacios rurales olvidados, abiertos y cerrados, donde la resignación ya forma parte de la naturaleza de los habitantes, que permanecen anclados a una tierra que empuja al éxodo. No hay exhibicionismo ni pretensión transcendental en el enfoque de Ceylan, hay realidad humana, y esto, para quien escribe, resulta un respiro entre tanto (anti)héroe y (anti)heroína y entre tantos fuegos artificiales que iluminan un instante que no tarda en apagarse. Hay la concisa exposición de varias horas de trabajo, de labores que finalizan y dan paso a las siguientes -la búsqueda del cadáver, a cargo del comisario Naci (Yilmaz Erdogan), precede al acta de levantamiento, responsabilidad del fiscal (Taner Birsel), y esta a la autopsia, efectuada por el doctor (Muhammet Uzuner)-, de personas que cargan con su carencias, con sus demonios y con sus responsabilidades, con su existencia. Érase una vez en Anatolia capta mi atención de principio a fin, lo agradezco, y me doy por satisfecho cuando reflexiono sobre lo visto. Y lo que he visto a través de los ojos de Ceylan es un lugar que desconozco, pero del que me hago una idea, aunque soy consciente de que nace de aquella que el realizador transmite en su detallado seguimiento de un grupo que decrece, a medida que se cumplen las tres etapas que componen el film: búsqueda, desentierro y autopsia del cuerpo del hombre asesinado. El cadáver funciona como la excusa que pone en marcha otra búsqueda: la del espacio físico y humano por donde transitan los personajes, una que llega a través de ellos mientras recorren carreteras sinuosas y estrechas que se pierden en el paraje desolado, prácticamente vacío y marginal, donde hacen un alto en una casa donde calman ánimos y llenan estómagos. En el hogar del alcalde (Ercan Kesal) charlan, comen y beben té, mientras escuchan a su anfitrión hablar de sus hijos y de las carencias de la aldea y, sin embargo, para sorpresa del grupo, allí donde ni la electricidad funciona regular, brilla la generosidad y la belleza. Esta parada marca un punto de inflexión en el viaje. De la noche se pasa al día, y los buscadores continúan su camino, pero ahora con rumbo fijo, pues todo empieza a estar más claro. Ya en el último tramo, la acción se traslada al pequeño núcleo urbano cuyo hospital carece de los medios adecuados para practicar el examen forense. Allí, comprendo que, como espectador, he vivido un proceso similar al del doctor, hombre de ciudad y quizá nuevo en el lugar. Así, paso a paso, la desorientación inicial se sustituye por el descubriendo y, finalmente, se llega al dictamen en el que asumo que Érase una vez en Anatolia es, en su conjunto, la autopsia del entorno que Ceylan desentierra y desvela, la anatomía moribunda de un espacio en descomposición donde quizá quede una ventana a la esperanza, a que reviva en esos niños que, ajenos a la resignación y al pesimismo adulto, juegan en el patio de la escuela.

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