Durante los primeros años del sonoro se combinaron características del cine silente con las novedades posibilitadas por el nuevo avance técnico, pero no todos los cineastas estaban convencidos de que los diálogos ayudasen a evolucionar el lenguaje cinematográfico, de hecho, en un primer momento se produjo una involución. La libertad de movimiento adquirida por la cámara en los años precedentes se perdió en beneficio de imágenes estáticas que anunciaban una especie de teatro hablado, también musicalizado, y directores de la talla de Charles Chaplin, Erich von Stroheim, Friedrich W.Murnau, King Vidor, que realizó en Aleluya (Hallelujah!, 1929) una de las primeras obras maestras sonoras, René Clair o Yasujiro Ozu se mostraron reacios a la utilización de los diálogos, sin embargo estos se impusieron y transformaron el medio artístico. Respecto al cine hablado, Clair planteó en 1929 la siguiente cuestión: <<¿Segundo nacimiento o muerte?>>. La planteó consciente de la intervención de los financieros, que emplearían el avance sin detenerse en más cuestiones que las económicas. <<Si el azar —algunos granos de arena en la maquinaria industrial— no viene a desbaratar los planes de los financieros es sobre muerte sobre lo que hay que apostar o al menos sobre un largo sueño, que es algo parecido. Para nosotros, ¿Qué es el cine? Un medio de expresión nuevo, una poesía y una dramaturgia nuevas. Para ellos, ¿qué es? Cincuenta mil salas en el mundo, a las que hay que abastecer de espectáculo —film, música, atracciones o un mirlo blanco— apto para que el espectador deje su dinero en la taquilla. Solo por suerte a veces nuestros intereses y los suyos han coincidido>>. Esta producción masiva de espectáculo para llenar las arcas encuentra su imagen simbólica en la fábrica-prisión de ¡Viva la libertad! (À nous la liberté!, 1931), comedia que René Clair, convencido de que el cine mudo aún no había desarrollado al máximos sus posibilidades, inició en el interior de una penitenciaria donde los presos trabajan en una cadena de montaje de caballitos de madera.
A lo largo de la película, el sonido se hace patente en los gramófonos, en los aplausos en off que Louis (Raymond Cordy) escucha en la soledad de su salón, en la voz femenina que Émile (Henri Marchand) sigue hasta que descubre que procede de un disco o en el viento que no deja oír el discurso en la parte final del film. De igual modo, el quehacer diario de los presos va acompañado de la melodía que entonan y qué potencia su falta de libertad, la cual también brillará por su ausencia poco después, en el interior de la factoría de gramófonos que inspiraría a Chaplin para dar forma a la fábrica de Tiempos modernos (Modern Times, 1936). Dentro de la masa uniforme, compuesta por humanos a los que se ha deshumanizado, destaca la presencia de dos individuos que todavía resisten. Émile y Louis no tardan en agenciarse varias herramientas y las usan para escapar de la prisión donde se les niega su capacidad de elección; sin embargo, solo el segundo consigue alcanzar el exterior. Ante Louis se abre un mundo sin barrotes visibles, de modo que, en apariencia, puede escoger su camino, y elige la senda del honrado trabajador que manufactura gramófonos. Con el paso del tiempo el antiguo convicto escala dentro de la sociedad y logra su fortuna, aunque sin darse cuenta de que su aburguesamiento y su éxito le han robado la libertad que tampoco tiene cabida en su fábrica, que recuerda a la prisión de donde escapó.
En el interior de la factoría los celadores controlan y vigilan tanto el trabajo como el rendimiento de los trabajadores, a quienes se les identifica mediante los números que lucen en sus uniformes, que emulan a los vestidos por los presidiarios al inicio del film. Las referencias entre ambos espacios, prisión y fábrica, son constantes, en ninguno hay nombres, solo dígitos que confirman la impersonalidad del preso o del operario; para más similitudes, el recinto industrial parece diseñado para que nadie pueda escapar o en el despacho del director luce un enorme ventanal que representa una verja, claras alusiones a la falta de libertad que se descubre en Louis y en sus empleados, a quienes se les exige rendir al máximo para que el imperio del rey del gramófono continúe creciendo. Todo cambia cuando Émile se evade del presidio, y por error cae en manos de los vigilantes de una factoría donde le obligan a trabajar, circunstancia que rechaza de inmediato, porque esa no sería su idea de libertad, la cual se ponen a la que se observa en un breve flashback que muestra la imagen de un profesor que asegura a sus alumnos que el trabajo libera. ¡Viva la libertad! posee un ingenio innegable que aborda desde el humor satírico un tema tan complejo como sería la alienación que se observa en el interior de la fábrica, similar a la de Tiempos modernos, con la que guarda aspectos comunes: el predominio de los silencios sobre los diálogos, la reflexión sobre el progreso o la pérdida de identidad que se descubre en los uniformes de los trabajadores de la película de Clair o en la primera imagen del film de Chaplin, en la que un rebaño de ovejas se dirige a su labor diaria. La irrupción de Émile en la cadena de montaje provoca que la producción no siga su ritmo habitual, quizá porque no desea pertenecer a un lugar como ese, donde la sensación sería la misma que disfrutaba en el penal. No obstante, este anárquico fugitivo cambia de parecer tras conocer a la secretaria número cuarenta y cinco (Rolla France), de quien se enamora y a quien pretende conquistar. Como consecuencia del flechazo su intención inicial cambia y decide quedarse, aunque sin adaptarse, produciéndose de ese modo su inevitable encuentro con su viejo amigo. La primera reacción de Louis es la de ignorarlo, pues teme que su compañero de celda descubra su pasado, por eso niega conocerle en presencia de sus subordinados, a quienes despide antes de introducirse en su despacho. En la intimidad ofrece dinero a su excompañero para que desaparezca de su vida, pero Émile lo rechaza, ya que solo le importa la mujer que acaba de conocer. Después de una serie de rechazos, los dos prófugos brindan por su amistad, hecho que marca una alteración en el orden diario de Louis, quien obviamente no ha alcanzado aquello que se proponía al evadirse del correccional; aunque gracias a la presencia de su compañero recupera la idea que había olvidado como consecuencia de su vida acomodada, siempre igual y nunca sincera, en la que el dinero y la imagen lo son todo, y cuya fragilidad se pone a prueba cuando un grupo de criminales le descubren y le chantajean con su pasado criminal. ¿Cuál fue su delito? No se revela porque carece de importancia, ni aportaría significado a ¡Viva la libertad!. Su alegoría no precisa mayor información que las imágenes que le dan forma y que se imponen con gracia en la sátira, minimizando los diálogos para hablar de la falta de identidad que se descubre en el día a día de los trabajadores (que apenas se diferencian de los presos) de la factoría donde acatan su existencia programada y vigilada, sin reproches y sin intención de alterar una monotonía similar a la esclavitud expuesta por Fritz Lang en Metrópolis (1926).
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