En ocasiones se escucha en la pantalla o se lee en un libro, quizá también alguien lo diga en la vida real, que en los momentos de necesidad sale a relucir la verdadera naturaleza de cada individuo. Habría que entender esa “verdadera naturaleza” como aquello que ignoramos qué estaba ahí, en nosotros, antes de que se precipite, porque, esa parte desconocida, nunca antes se habría visto en la necesidad de salir a relucir. De todos esos momentos de necesidad, el más extremo e irracional es el tiempo de guerra, durante el cual el ser humano altera su conducta hasta límites insospechados, fronteras que pueden conllevar la alteración o “pérdida” de la condición humana. Algo de esto queda recogido en la monumental trilogía antibelicista rodada por Masaki Kobayashi. Pacifista confeso, Kobayashi adaptó la novela de Jumpei Gomikawa que dio pie a la brillante y descomunal denuncia que se descubre a lo largo de las más de nueve horas de duración de La condición humana (Ningen no joken, 1959-1961), aunque la película, debido a su excesiva duración y complejidad, se estrenó en tres partes —y estas, a su vez, se dividieron en otras dos mitades— que se presentan como la sucesión lineal de los hechos que marcan a Kaji (Tatsuya Nakadai), consciente de que no tardará en ser llamado a filas y enviado al frente, certeza que inevitablemente le afecta y le separa de Machiko (Aratama Michiko), la mujer que ama y le ama.
Desde el primer instante, Kaji se manifiesta en contra de esa guerra de la que pretende alejarse; para alguien como él, la idea de ser reclutado carece de sentido, motivo que le lleva a aceptar el puesto de supervisor en una mina de carbón en Manchuria, en ese momento bajo dominio japonés. Kaji y Machiko aprovechan esta oportunidad para casarse y empezar su vida en común, lejos del conflicto armado. Sin embargo, sus primeros días son más que parte del efímero sueño que se produce durante el trayecto que les conduce a un frente distinto, aunque igual de inhumano. Su primer contacto real con la mina le descubre la realidad de los trabajadores, que sufren severos castigos físicos que Kaji ni aprueba ni pretende tolerar. Su concienciación se evidencia cuando anuncia a su intención de cambiar las condiciones que observa. Pero, tan pronto como asume sus responsabilidades y pone en práctica sus ideas (por las cuales se le acusa de humanista y socialista), se produce el rechazo del resto de supervisores, acostumbrados a utilizar la violencia y el terror para alcanzar sus propósitos. Algunos como Okazaki (Eitaro Ozawa) o Furuya (Koji Mitsui) parecen disfrutar con su salvajismo, otros como Okishima (So Yamamura) no han pensado en la posibilidad de que exista otra opción. Sus primeros días en Manchuria muestran un lugar árido, lleno de desesperación, injusticias y dolor, sensaciones que se recrudecen cuando un oficial de la Kempeitai (policía militar) les ordena hacerse cargo de seiscientos prisioneros de guerra, aunque en realidad no serían más que civiles a los que han arrancado de sus casas acusándoles de anti-japoneses.
La brutalidad a la que se ven sometidos queda patente en la escena del tren, cuando Kaji abre las puertas de los vagones y decenas de prisioneros caen al exterior, empujados por la presión del interior que ha provocado varias muertes por aplastamiento. A pesar de que Kaji se muestra justo, dispuesto al diálogo y a escuchar quejas, los prisioneros no llegan a confiar en él porque lo ven como uno de esos japoneses que les someten y asesinan. Sus vivencias afectan a su vida privada y le distancian de Machiko, en un primer momento inconsciente de la realidad que atormenta a su esposo, pero, la sinceridad de las emociones que comparten le permiten comprender el estado de aquel. La condición humana I: no hay amor más grande (Ningen no joken I, 1959) muestra en su crudeza como el conflicto bélico afecta a civiles que desean mantenerse alejados de la contienda y de los horrores que esta provoca. Esta cuestión se observa dentro del entorno adonde llegan Kaji y Machiko, un lugar igual de injusto, cruel y sanguinario que cualquier campo de batalla. La muerte de Chin (Akira Ishihama), el joven chino a quien Kaji intentó proteger, pero a quien acabó golpeando, y la falsa acusación de intento de fuga que las autoridades de la Kempeitai lanzan contra varios presos a quienes sentencian a muerte, aumentan la desesperación que domina a Kaji, que en vano intenta salvar a los condenados, consciente de que si no lo hace, nunca podrá volver a respetarse. Su momento de la verdad ha llegado, ¿es un animal o es un hombre? No son las decisiones, ni los pensamientos los que definen al ser humano, sino sus actos, pensar en lo correcto y no ponerlo en práctica sería lo mismo que no hacer nada; y a esta conclusión llega Kaji cuando lo obligan a presenciar la ejecución durante la cual se confirma su condición humana.
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